Relato ganador del XVII Certamen Victoria Sendón, cuya finalidad es potenciar la creación y divulgación de relatos de género e igualdad.
¿Yo soy la última?
La cola de la carnicería ocupaba medio
supermercado aquella mañana. Era víspera de fiesta y la mayoría de las mujeres
del barrio había tenido la misma ocurrencia: acudir temprano a la compra para
hacer acopio de las ineludibles provisiones.
Carmen solía levantarse pronto,
persignarse antes de poner un pie en el suelo y acicalarse enérgicamente
frotando cada poro de su rostro con una manopla empapada en agua tibia. Llenaba
siempre el lavabo hasta la mitad, presionaba el tapón hacia abajo con todas sus
fuerzas para no desperdiciar ni una gota y, tras proporcionar un lustre
porcelánico a su propia cara, continuaba la tarea repasando axilas, pliegues
del cogote y dobleces de sus grandes atributos.
Posteriormente, embutía sus piernas en
unas medias de compresión fuerte, indicadas especialmente para sus prominentes
varices; encarcelaba su vientre y todos los frunces de su torso incrustándolos en
el interior de la faja reductora que se colocaba sobre las medias. Para
finalizar, se calzaba unos elegante zapatos de salón en sus gruesos pies, prisioneros
igualmente dentro de los calcetines pinkis que marcaron su generación.
En definitiva, ensamblaba cada prenda ortopédica sobre sus propias carnes,
ejerciendo un verdadero acto libre de opresión femenina contra la tercera edad.
Cada mañana calentaba los bigudíes al baño
María durante quince minutos. Entre tanto, esmaltaba sus uñas discretamente
para que se vieran cuidadas sin llamar la atención y las secaba automáticamente
en el set de manicura que le habían regalado sus amigas. Finalizada la
operación, ensartaba los ralos mechones ensortijando sus cuatro pelos como si
llevase un tocado casero fabricado con serpentinas de colores. Esperaba
pacientemente durante la media hora que consagraba al noble acto de maquillarse:
un tenue lápiz de ojos para enmarcar la mirada, sombra nude a juego con las
uñas, rímel sólo en la punta de las pestañas, una pizca de polvos egipcios, dos
motas de rubor rosa palo en las mejillas, perfilador de labios melocotón y
carmín vainilla para terminar.
Perfumaba sus descolgados lóbulos con
varias gotas de agua de rosas y los apretaba obstinadamente con dos pendientes
de pellizco que contribuían a que se estuviera acordando de sus castas enteras
toda la mañana. Ella lo sabía bien, porque así se lo enseñaron las mujeres de
su casa: para presumir, hay que sufrir.
Desenroscados los bigudíes, se autoinfligía
un moñito italiano a modo de doloroso castigo. Cardando un poco la coronilla
para aplicar algo de volumen a los bucles que pendían sobre sus hombros, atravesaba
sus sienes con siete horquillas y pulverizaba con laca extrafuerte el resultado
final. El olor era insoportable, pero desaparecía pronto según su parecer.
Tras la evaporación de la laca, vestía su
traje recién planchado de lino color uva sobre su bajera nacarada y remataba la
faena condecorando su cuello con un camafeo victoriano que portaba una imagen
tallada en marfil. Bien podría tratarse de una réplica del que Napoleón regaló
a Josefina la noche de bodas con la intención de que la recién desposada se
ajustara al canon de belleza representado en la joya.
Carmen bebía los vientos por aquel
colgante, seña de identidad de todas las matriarcas de su estirpe. Orgullosa y
altanera, atendía pacientemente a la gente que la paraba por la calle para
preguntarle si quizás un artesano de rancio abolengo había tallado tal reliquia
a su imagen y semejanza, sin detenerse a pensar ni por asomo que la historia
había ocurrido totalmente al revés: Carmen se había esculpido a sí misma
imitando a pies juntillas el estilo del medallón.
Una vez finalizado el cansino ritual, asió
el tacatá con genio, ejerciendo sobre los mangos la misma presión que la faja
enteriza aplicaba sobre sus pechos. Tres horas habían transcurrido desde que se
tomó el café, pero a ella no le importaba el tiempo invertido en arreglarse
antes de salir a la calle. Así eran las cosas de toda la vida de Dios: hay que
padecer para conseguir lo que se desea poseer.
Ya en el vestíbulo, tomó el camafeo entre
sus manos y, como si se tratase de un escapulario bendito, lo besó justo antes
de poner un pie en la calle, ejerciendo así el inconsciente acto narcisista que
repetía diariamente desde que tenía uso de razón y que disfrazaba de amor
fraterno hacia su madre, su abuela y todas aquellas damas que, desde Josefina
la buena, la precedieron en el noble arte de emplear media vida en asemejarse a
la inerte talla de marfil.
Con el mismo vaivén que el paso de la
Macarena de recogida, Carmen se balanceó con su andador hasta alcanzar la cola
de la carnicería a las once y media de la mañana. Toda ella constituía una
verdadera procesión a su paso. Engalanada y perfumada hasta la saciedad, sólo
le faltaba la banda de música para acompañarla en su bamboleo. Resultaba
difícil no volver la cara al verla desfilar por la calle.
Su vecina Indira le dio la vez al llegar y,
como siempre ocurría cada vez que se cruzaban, a Carmen le resultaba imposible
dejar de mirarla. La chavala tendría unos dieciséis años y el tanga fosforito le
asomaba por encima de la cinturilla del vaquero push up. Se notaba que
le molestaba, porque de vez en cuando se acomodaba el elastiquillo con disimulo
y dejaba entrever el surco que se estaba fraguando en la tersa piel de su esplendoroso
trasero. El top ochentero dejaba al descubierto la frialdad de su espalda, que,
con los vellos de punta, parecía pedir a gritos una rebequita de lana.
Cual geisha consagrada al sacrificio,
había logrado introducir sus pinreles en unos zapatos de tiras color leopardo
con plataformas y tacón de aguja que otorgaban a sus pies cierto aire de rotti
de pollo. Lucía tanto en la lengua como en la nariz un piercing de oro que
competía por llamar la atención con el deslumbrante brillo de su inmenso
ombligo, igualmente taladrado. Indira
soportaba estoicamente el frío porque, igual que Carmen, tenía bien aprendido
que para presumir, hay que sufrir. Con su móvil en ristre y suscrita al canal
de Instagram de Rosalía, observaba la pantalla del teléfono y veneraba la
imagen de la artista con la misma devoción con la que un parado se encomienda a
la estampita de San Pancracio. Toda ella rezumaba modernidad, descaro y
atrevimiento. Era imposible apartar la vista de su cuerpo al verla venir.
Sin embargo, Indira necesitaba un clínex con
urgencia, ya que la carne fresca no era solo la que se mostraba en el expositor
de la carnicería. Ella se disponía a estornudar con irremediable vehemencia y
reaccionar ante el efecto de los crueles refrigeradores. Realizando un esfuerzo
sobrehumano por sostener el estrepitoso acto reflejo, rebuscó urgentemente en
su bolso a la caza y captura del pañuelo con el que enjugar sus gélidas
secreciones, pero el nail art le jugó una mala pasada. Se mascaba la
tensión.
Indira había optado por la manicura XXL
elaborada con un gel acrílico que emulaba la forma puntiaguda de una enorme
garra. Presa de sus propias zarpas, tras varios intentos e infructuosas
maniobras, se rindió ante la dificultosa tarea de desabrochar una cremallera con
las manos de Freddy Krueger. Las velas de mocos amenazaban con asomar por sus orificios
nasales. Ella sorbía compungida al observar de soslayo a los posibles
espectadores de tal función. Una vez la situación llegó al límite (frontera del
tabique nasal con el bigotillo) y antes de desembocar en la viva imagen del
troll de David el gnomo, optó por replicar la diplomática operación de
recolocación del tanga y, en un santiamén, se limpió de una atacada todo lo
viscoso con el reverso de la manga, imprimiendo en ella el mismo rastro que deja
un caracol tras su paso.
En el preciso instante de concluir la
disimulada acción, un hilillo del pespunte del puño se enganchó con el piercing
de la nariz, provocando que Indira adoptase la pose fatal de un cantajuego
imitando la trompa del elefante. Nerviosita perdida, echó a andar en busca de
auxilio con la mala suerte de que se le dobló el tacón y, tras avanzar tres
pasos al estilo Chiquito de la Calzada, cayó de bruces destruyendo lo que la
esteticista del nail art había estado consolidando durante toda la tarde
del día anterior. En esta posición, Indira dejó al descubierto la parte del
tanga que al público le quedaba por visualizar. Sólo pudo cerrar los ojos
deseando que la tierra la tragara mientras maldecía el día en el que se le pasó
por la cabeza subirse a esos zapatos, colocarse la manicura XXL, dejarse llevar
por la moda perforadora, llevar las
carnes al aire en pleno invierno e idolatrar a Rosalía.
Al contemplar lo sucedido, a Carmen se le
desencajó la mandíbula de tal manera que se le desprendió la dentadura postiza
de arriba. Con el estornudo de Indira ocurrió lo mismo que con los bostezos,
que ya se sabe que se contagian. Carmen se estremeció y, de una sacudida,
profirió un alarido parecido a un espasmo incontrolado mezcla de exhalación y
estupor. Rafaella Carrá poseyó su cuerpo en ese momento y, realizando un desplazamiento
de cuello imposible, expulsó la dentadura más allá del mostrador de la
carnicería. El escándalo fue in crescendo como el vapor de una olla
exprés y el tumulto de señoras bullía al participar de la dantesca escena.
Carmen, abochornada por compartir número
cómico con su vecina, avergonzada y aturdida, se agachó presurosa como si
estuviera realizando una genuflexión en busca de sus dientes, con tan mala
suerte que, al llevar la faja tan apretada, bastó solo una leve presión más
sobre su estómago para que se le escapara una estrepitosa ventosidad
produciendo un inconmensurable estruendo que retumbó en toda la carnicería. Al
intentar incorporarse, sosteniendo la brizna de dignidad que aún mantenía, le
echó mano al lebrillo de aceitunas “chupadedos” para hacer contrapeso y
sujetarse. Al apoyarse sobre él para venirse arriba, volcó el recipiente con
todo su contenido, creando de inmediato una inmensa capa de aceite en el suelo
como si acabara de descargar un camión cisterna.
El pavimento se convirtió ipso facto
en una increíble pista de patinaje. Las mujeres, enfrascadas en la tarea de
buscar los dientes de Carmen, esconder las posaderas de Indira, airear el gas fétido
regalo de la octogenaria y auxiliar a la adolescente con la ferretería que
llevaba encima, no se percataron de lo resbaladizo de la superficie. Unas tras
otras fueron cayendo como si de una partida de bolos se tratara.
Los vestidos se pringaron, los cardados se
aplastaron, los refajos explotaron, los collares de perlas se rompieron y las
cuentas se diseminaron. Se doblegaron los tacones maltrechos dejando más de un
pie descalzo, estallaron las fajas liberando mollas y michelines, se perdieron
los aros del sujetador, las pestañas postizas, las uñas esclavizantes, el
pendiente de la lengua y hasta el del clítoris de alguna.
Desapareció el push up, la
compresión fuerte recomendada por los expertos, los tacones de vértigo, el
tanga incrustado y la circulación cortada por el elastiquillo. Milagrosamente, gracias al efecto de las
aceitunas “chupadedos”, caducaron las sempiternas modas de implantarse prótesis
mamarias, realizarse liposucciones en Turquía, tensarse el rostro con hilos de
pescar, de invertir interminables horas delante del espejo... ¡Se extinguió la mala
costumbre de agujerearle las orejas a las niñas y de ponerle pendientes de
pellizco a las viejas! Asombrosamente, también se esfumó la constante preocupación
por el qué dirán. Aquello era el paraíso.
De repente, una niña con toda la cara de
Pippi Langstrump y un papelón de churros en la mano
entró en la carnicería pidiendo la vez. Cuando se percató de la que estaban
liando sus vecinas exclamó:
—¡Pero, esto se avisa!
Y, sin mediar palabra, se unió al evento revolcándose
por el suelo, embadurnándose de zumo de oliva virgen extra sin ningún
remordimiento, vociferando y convirtiendo aquella catástrofe desaliñada en una
espléndida fiesta.
En medio de tal revolución, apareció el
móvil con la imagen de Rosalía y el camafeo con el rostro de Josefina la buena,
pero las allí congregadas (recordemos que debido al mágico efecto de las
“chupadedos”) habían desarrollado una gruesa capa de grasa en sus espaldas. Es
decir, que desde aquel apoteósico instante en el que se volcó el barreño, todo
les resbalaba. Las respectivas dueñas del móvil y de la reliquia se hicieron las
longuis al ver sus pertenencias, pasando olímpicamente del tema.
Indira y Carmen se sentaron juntas, se
miraron a los ojos y se cogieron del brazo como dos comadres. Carmen susurró al
oído de su compañera:
—Niña,
creo que, en realidad, no hace falta sufrir tanto. Yo te veo guapísima te
pongas lo que te pongas. Anda ya, tanto fijarse en las que salen en el móvil.
Indira le agradeció sus palabras con una
sonrisa y le contestó zalamera:
—Pues menos mal, porque desde luego que
estos malditos tacones no pienso ponérmelos más. Y lo mismo le digo, Carmen, no
se apriete usted tanto, que un poco más suelta también está estupendamente.
Habrá que ir ya dejando de parecerse a la señorita Escarlata.
Tras este gesto de complicidad entre dos
generaciones, una gran carcajada y un cartucho de churros unió a las mujeres pringosas
(pero felices).
La Pippi Langstrump, convertida en un
churrete andante, volvió a preguntar:
—Entonces
¿yo soy la última?
A lo que todas asintieron sin ninguna duda:
—¡Que sí, chiquilla!
Y, desde aquel día, todo comenzó a
cambiar.
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