martes, 23 de octubre de 2018

Objetos Perdidos





El Ayuntamiento de La Carlota (Córdoba) junto con la revista literaria ‘Sueños de Papel’, convocó recientemente el I Premio de Relato Corto ‘Manuel Sánchez-Sevilla’, que homenajea al escritor, fallecido hace ahora un año.


Se le recuerda trabajando hasta el último minuto e inmerso en lo que más amaba: la literatura y la comunicación. Manuel Sánchez Sevilla, pseudónimo de José Manuel Sánchez Rodríguez, fue presidente de la Asociación Cultural “Papel y Tinta” de Écija, escritor y editor, docente y promotor de la Feria del Libro de varias localidades de la provincia de Córdoba y Sevilla.

Va por él este homenaje y por todos los que nos dejan su corazón entre los libros.
Es un gran honor para mí presentaros el texto ganador de este certamen. Con todos ustedes:


Objetos perdidos

Durante la limpieza de una caseta, puede aparecer cualquier cosa. La gente se deja olvidado de todo.

Nosotros, sin ir más lejos, montando y desmontando módulos, tubos y lonas, hemos encontrado muletas y bastones, seguramente pertenecientes a cojos psicológicos; carritos de bebés que echarían a andar en la feria; paraguas inservibles tras un rayo de sol; las gafas de los que recuperaron su vista ante algún libro milagroso; sombreros de los que se lleva el viento; llaves, guitarras, bicicletas, un perro, la banda de una despedida de soltera y hasta audífonos de pega para espantar a los charlatanes.

En alguna ocasión, se han producido hallazgos verdaderamente estremecedores. Recuerdo el día en el que encontramos un peluche que tenía marcada la huella de la manita de su dueño en el sitio por donde solía sostenerlo. Del cuello le colgaba una placa plastificada con una inscripción: Lolo.

Fue encontrarlo y aparecer a los dos minutos una madre desbocada arrastrada por un niño furibundo que agitaba los brazos al viento mientras gritaba: “Mío, mío”.

La entrega del muñeco aconteció como un programa de Paco Lobatón.

El niño y el Lolo se fundieron en un estrepitoso abrazo, bajo la atenta mirada de la emocionada mujer que nos daba las gracias una y otra vez. Cada uno de nosotros, al contemplar las lágrimas de ambos, se vio envuelto en una regresión momentánea en la que apareció de pronto la imagen de nuestro peluche de la infancia, nuestra mantita o aquel querido chupete que, un día, se llevó un gato en la boca.

Se nos representó también la escena de la película Náufrago en la que el protagonista pierde a su compañero de viaje, un monigote fabricado con una pelota. Allí vimos al niño, como Tom Hanks, angustiado en mar abierto, sumergido en una tempestad de llanto, con esa voz quebrada de rabia y amor: “Wilson, lo siento”; “Lo siento, Lolo, nunca más volverá a pasar”.

A pesar de estos momentos tan emotivos, he de confesar que, para mí, lo más excitante es encontrarme una prótesis.

Uno piensa que, en la feria del libro, dedicada a personas amantes de la cultura y la lectura, no es usual ponerse ciego de rebujito (certera conclusión, por cierto). Sin embargo, y a pesar de que los visitantes no paseen ebrios por el recinto, alguno de ellos se deja la cabeza en un expositor, junto a su libro favorito, ese que al final no compró y sobre el que colocó, sin saber muy bien por qué, su dentadura postiza.

En otra feria diferente, estando ya prácticamente en el ecuador de sus días, mientras sacudíamos expositores y mostradores e intentábamos organizar cajas de libros, se oyó de pronto un grito de espanto. Al apartar con el pie una estantería pequeña, cayó al suelo una pelotita que a simple vista parecía una canica algo más grande de lo normal.

Al agacharme a recogerla y verme con la bola en la mano, di tal respingo que resbalé de culo sobre la sección de novelas de terror. La esfera vidriosa resultó ser un ojo de cristal. Mi alarido transmitió el sobresalto a mis compañeros, que, de momento, se convirtieron en lo que viene a ser un coro contemporáneo de voces mixtas.

Una de mis colegas quiso observarlo detenidamente. Cogió el ojo y lo acurrucó entre sus manos con cuidado, como la que sostiene un pajarito, pero, de repente, el pánico se apoderó de ella y el pelote escapó de un brinco cual preso en libertad provisional.

Mi sobrino, que es un mamarracho de criatura y que trabaja conmigo, atrapó el ojo al vuelo y dio lugar a un número malabar que no se lo salta un galgo.

De buenas a primeras, se lo colocó a la altura del orificio anal por encima de su pantalón vaquero y, como buen emprendedor de hoy en día, se inventó un negocio: la rumpología inversa.

Se situó en un estand que había quedado libre y empezó a decirle a todo el que pasaba que era capaz de ver el futuro con su ojo del culo mágico. Parecerá una ordinariez, pero el chaval se expresaba con tal gracia, que la gente se acercaba a que le viera el futuro a través de su ojo vago a cambio de la voluntad.

Daba palique a los viandantes contándole trolas acerca de que había estudiado en la escuela de Jacqueline Stallone, la madre de Rambo (que por lo visto es una fenómena en el arte de leer las nalgas) y que había sido instruido por los mejores en este desconocido arte de la nalgomancia indirecta o la rumpología inversa.

Explicaba que lo que estaba de moda era que algunos videntes leyeran las arrugas del ano y auscultasen el lado derecho del glúteo para establecer correspondencia con el hemisferio cerebral izquierdo y viceversa. Sin embargo, su proceso era invertido: no es que él leyera el culo a la gente, sino que su ojo del culo mágico veía el futuro de las personas en sí. Se trataba de un cambio de dirección, una técnica mucho más novedosa y menos lasciva, dónde va a parar.

Mi sobrino, que no tiene vergüenza ni tampoco la ESO, que sigue siendo un mamarracho y que, como os he contado anteriormente, trabaja conmigo, lee todo lo que cae en su mano. Así que, con su cultura de estar por casa, establecía unas conversaciones interesantísimas sobre la fisura que separa ambas posaderas y sus diferentes interpretaciones.

Los asistentes al estand del ojo de cristal nigromante, pagaban gustosos la voluntad a cambio de tres tonterías sacadas del horóscopo del periódico o una charla sobre Jodorowsky y su etapa de lectura de anos en París.

Tras el esperpéntico vaticinio, recomendaba los libros que le salían del ojo, propiamente dicho, así que de allí zarpaba lo mismo Este morir a gotas que Soseki
El tesoro del Alcázar o La cocina de Txumari. El negocio iba viento en popa.

Nosotros nos tomábamos sus intervenciones con mucho respeto, de manera que, como el dueño del ojo nunca volvió a recogerlo, decidimos meterlo en la caja de los objetos perdidos que llevamos de feria en feria por si acaso alguien viene a buscarnos con el fin de recuperar ya sean sus llaves, su cartera, el pañuelo, la dentadura o el paraguas.

Hace poco, vino a visitarnos el autor de uno de los libros que había vendido mi sobrino.

Tras terminar su presentación, el chico se le acercó con guasa para enseñarle el numerito del ojo que todo lo predice. Entre risas, concluyeron que el ojo veía el panorama muy negro porque en realidad era un ojo ciego. Nuestro autor entró al trapo y le mostró un ejemplar que había adquirido de Gracias y desgracias del ojo del culo de Francisco de Quevedo y Villegas.

Entre una cosa y otra, acabaron la velada entre risotadas a cuenta de fragmentos como el de Lléguense al reverendo ojo del culo, que se deja tratar y manosear tan familiarmente de toda basura y elemento ni más ni menos; demás de que hablaremos que es más necesario el ojo del culo solo que los de la cara; por cuanto uno sin ojos en ella puede vivir, pero sin ojo del culo ni pasar ni vivir.

En definitiva, de lo adivinatorio y jodorowskiano pasaron a lo escatológico de Quevedo, a sus rocambolescas descripciones y a la sentencia con la que las resume José Luis Cuerda: El recto, en las proximidades del ano, sabe si lo que soporta es sólido, líquido o gaseoso. Por lo que cabría preguntarse si no es más sabio el culo de todos que el pensamiento de muchos.

El rato que allí se vivió fue antológico en nuestra feria del libro.

Tan contento se marchó nuestro autor, que, de recuerdo, dejó allí su corazón. Lo dejó escondido en un anaquel, acompañado por una nota que él mismo escribió de su puño y letra.

“No estoy perdido, ni olvidado. Soy un corazón libre. Estoy aquí para que me leas. Y, cuando lo hayas hecho, me dejes de nuevo en un sitio cómodo para que otra persona pueda disfrutar de mi lectura. Gracias por leerme”

Cuando lo encontramos, al recoger las casetas, pensamos en la estadística que afirma que el 70% de los objetos perdidos retorna a sus propietarios. Así que, desde entonces, lo llevamos de feria en feria. Lo tenemos a la vista en un cajón, entre la dentadura y el ojo mágico, albergando la esperanza de que su dueño se presente un día a recogerlo.

Hay gente que, además de su prótesis o cualquier parte de su cuerpo, un día de estos, en la feria del libro, va a dejarse la cabeza. Alguno ya se ha dejado el corazón sobre un estante, en un libro…si lo abres y lo lees, podrás comprobar si encaja con el tuyo. 

Eso sí, cuando lo hayas hecho, vuélvelo a dejar, por favor, que es un corazón libre.

Almudena Ocaña Arias