viernes, 22 de enero de 2021

Embarazo psicológico

 

  



Hace unos cuantos meses, una amiga mía tuvo un embarazo psicológico. Se le hincharon las piernas, el vientre y todo lo que se inflama cuando una se encuentra en estado de buena esperanza. Aumentó el volumen de su abdomen, sus glándulas mamarias se volvieron turgentes, subió de peso y hasta notó en dos ocasiones los movimientos fetales.

A pesar de todo, tuvo claro que su embarazo era imaginario, aunque todos los síntomas fueran reales. Su marido y ella se «apañaron» (como suele decirse) tras el segundo parto, que fue una pesadilla de la que terminaron bien escarmentados. De manera que no había posibilidad física ninguna. Sin embargo, ella, desde hace tiempo, tiene un amor platónico. Suspira por un muchacho recurrente, de esos con los que una imagina que comparte una
noche loca de poemas, alcohol, risa y promiscuidad. Todo se queda en la imaginación, porque con solo figurarse las consecuencias reales que una nochecita de estas acarrearía en su vida, se le baja toda la libido que la utopía mejor pintada le pudiera proporcionar.

Yo no sé a vosotras, pero a mí, por lo menos, me cansa una conversación interesante que dure más de una hora, no aguanto ni medio cubata, me harto de estar de pie y, si tengo candidiasis cada dos por tres con pareja estable, no sé yo lo que sería capaz de padecer por mis bajos fondos si me da por echar una canita al aire.

En fin, que ella pensó que su embarazo podría ser fruto de alguna de esas noches furtivas en las que el subconsciente la traicionaba y se iba en busca del garzón con el pensamiento. Imaginó que todo era fruto de la nocturnidad y lo onírico, de un viaje astral provocado por el Diazepán y que, al poco tiempo, se le pasaría. Pero no; no fue así. En breve se presentó con un barrigón del quince totalmente ficticio, tal como había sido concebido.

Entre llantos, le confesó a su marido todo lo ocurrido. Al principio, él le dijo que se lo tenía merecido, por vieja verde. Pero enseguida le dio pena y se apiadó de ella, acompañándola al psiquiatra, que le recetó un tratamiento a base de Aero Red y bicarbonato a ver si le provocaba un aborto espontáneo. El médico le comentó que, a veces, a las mujeres nos pasaban estas cosas porque nos tragábamos las palabras, se nos producía una infección en el estómago y nos daba la cara de esta o de otras formas. Lo que se llama somatizar, de toda la vida de Dios. Le recomendó también un libro sobre asertividad y ejercicios para descargar la agresividad, que por lo visto la tenía muy acumulada.

A pesar de todos los esfuerzos, su pseudociesis no cejó y se encontró de golpe con nueve meses sin menstruación que le vinieron de perilla porque le pilló todo el verano. Tuvo un antojo de sardinas asadas, otro de uvas moscatel y otro de tarta al whisky. Se lo comió todo del tirón, por si le salía una mancha al niño fantasma que venía en camino. Además, como sabía que todo era de mentira, se bebió los mojitos que le pusieron por delante en la boda de su prima Aurora, se montó con los niños en los cacharritos de la feria de su pueblo y se zampó todo el jamón, chorizo y salchichón que le dio la gana. Vamos, que tuvo un embarazo buenísimo. Lo malo fue la hora del parto.

Las contracciones empezaron emocionalmente a removerle todo el cuerpo. Tuvo una bronca gordísima con una vecina a la que le tenía ganas desde hacía ya tiempo y, en el mismo portal, rompió aguas de forma torrencial. Se la llevaron corriendo a hospital, donde la estaba esperando el psiquiatra para ponerle la epidural en el pensamiento abstracto. Debió punzarle entre dos inquietudes, o en el hemisferio equivocado (vaya usted a saber). El caso es que el inminente parto avanzaba, sintiendo las enormes sacudidas internas, los fluidos desbordados y esa bola caliente que no sabía por qué parte del cuerpo salir. El cuello del útero no dilataba y a puntito estuvieron de meterle mano para realizarle una cesárea de urgencia.

Pero fíjate tú por donde que, en aquel mismo momento, se le iluminó la bombilla y empezó a soltar por la boca todo lo que podría haber parido por el orificio de abajo. Lo que tendría que haberle salido del mismo toto, brotó de sus labios en forma de palabras. Como buena parturienta, comenzó a desahogarse con el que le cogía la mano, que, en cuanto vio el percal, se la soltó diciendo que el hijo imaginario no era suyo y se quitó de en medio bien ligero.

No estaba pariendo improperios, sino oraciones sintácticamente perfectas que habían estado madurando en su interior durante los nueve meses anteriores. Mágicamente, comenzó a dar a luz. Continuó esputando cual lava de volcán muchísimas ideas referidas a los que estaban en la sala de espera, a sus seres más queridos, a los menos queridos, a los relacionados con el trabajo o con la vida en general.

El alumbramiento fue costoso, largo y, sin embargo, totalmente certero. Ese niño incorpóreo puso a cada uno en su sitio. Literalmente, no es que ella estuviera pariendo, sino que estaba poniendo a todo el mundo a parir al más puro estilo espartano, en el que las mujeres sacaban todos los trapos sucios que se habían guardado durante la gestación, para evitar problemas al niño. Cuenta la leyenda que las discusiones acaloradas ayudaban a que las mujeres rompieran aguas con mayor facilidad y precipitaban el parto. Al decírselo todo a la cara, se reforzaban los lazos de unión entre la población y el niño, al llegar al mundo en un ambiente hostil, forjaría su carácter desde el nacimiento.

Con todo lo que afloró ese día, ella está escribiendo un libro. Anda un poco preocupada porque no sabe si le concederán la baja por maternidad, que sería lo suyo después de todo lo que ha pasado la pobre.

Tampoco sabe si tendrá depresión posparto y dentro de unos días empezará a pensar que lo que está escribiendo (y todo lo que ha surgido de su fuero interno) es una mierda y no lo va a querer ni mirar. Ni siquiera sabe el nombre que le va a poner a la criatura, a lo ocurrido, a sus palabras…

Lo mismo telefonea al muchacho recurrente y se lo consulta. A ver cómo se lo explica:

—Mira, chato, que he tenido un hijo psicológico de la noche aquella que pasé soñando contigo. ¿Alguna preferencia respecto a su denominación? Porque si no, se llamará Heracles, con todas sus castas. Que estoy en racha.