sábado, 25 de agosto de 2018

Llevo la papa, la fanta, la cocacola, la cerveza…




Durante este verano, he llegado a un punto de mi vida en el que no sé si disfruto más haciendo el amor o comiendo.

Sé que está feo decirlo, pero el universo del queso payoyo se ha revelado ante mí, acompañado por el vino de Chipiona y el pan de telera, causando un efecto estremecedor en todo mi organismo. Creo que esto ya es imparable. Los salazones de Barbate revolotean sobre mi cabeza, meciéndose entre ensaladas de algas, langostinos de Sanlúcar y caballas caleteras con su piriñaca. Siento abiertos todos los chakras de mi cuerpo, dispuestos a recibir explosiones de sabor sin ton ni son.

Por las noches, sueño con comtessas. Despierto sobresaltada porque se me aparece el postre pijama del restaurante chino diciendo “cómeme” y, aunque os cueste creerlo, ha llegado a presentárseme la dueña del Riancho para agradecer mis tardes de peregrinación por los callejones en busca de una cuña de chocolate. El levante me está sentando regular.

He ido abandonando paulatinamente mis demás aficiones en pro de las degustaciones gastronómicas más variopintas y así me encuentro, con ojos nada más que para los platos que se me pongan por delante.

Mi último descubrimiento han sido las patatas al ajillo, fritas con aceite de palma, aderezadas con una buena dosis de glutamato monosódico y conservante E-329.  Están para matarse. Las saco una a una del paquete y las saboreo despacito, remojándolas con un sorbito de Cruzcampo de lata, sintiendo el condimento de la arena que remueve el levante por estas tierras marineras. Gloria bendita.

Mi marido, que tiene el cielo ganado conmigo, no soporta ver la cara que pongo cuando veo aparecer por la orilla al vendedor ambulante de cervezas y patatas.

Miguel, que así se llama el hombre, emerge de entre las olas. Lo veo venir a lo lejos, vestido de blanco cual espuma de mar. Tira con brío de su contenedor tuneado en el que ha rubricado con rotulador indeleble: “bebidas frías”. Cuelgan a los lados sendas alforjas de plástico repletas de patatas al ajillo. Se me hace la boca agua con solo oler su sudor.

A veces tarda un poco en llegar o se entretiene charlando con cualquier otro cliente. Entonces mi estado de ánimo se altera. Me pongo de pie en la orilla, tapándome el reflejo del sol con la mano sobre mi frente, oteando el horizonte de derecha a izquierda, estirando el cuello como una jirafa en el zoológico.

Mi marido, que, a parte de tener el cielo ganado conmigo, me conoce como si me hubiera parido, intenta calmarme: “Tranquila, chiquilla, que ahora viene”. Pero no me tranquilizo, no.

Me asalta la imagen de los yonkis de mi barrio cuando iban a la farmacia a por la metadona y cómo tuvieron los farmacéuticos que abandonar la labor debido a los pollos que se montaban en la puerta de la botica. Esta estampa digna de ver se queda en pañales al lado de la que se está liando en la orilla. Las cabezas se agitan, los parroquianos se roen las uñas, aparece el síndrome de las piernas inquietas y las voces comienzan a sonar un poco más fuerte de lo habitual. Miguel, El Latas, que no viene.

Caigo en la cuenta de que hay cuatro o cinco personas más igual que yo, angustiadas por su propia desesperación, echando de menos a Miguel y al cargamento de su contenedor. Se oyen voces a lo lejos: “¿Qué le pasa hoy al Latas?”

Los efectos del glutamato monosódico son más que evidentes ya entre los bañistas. Nos encontramos en un lamentable estado de descomposición, a punto de abandonar nuestro puesto de vigía y calzarnos las chanclas para subir la escalera hacia el kiosko, a por las deseadas provisiones.

Sin embargo, de repente, la sombra del carrito con el ansiado cargamento se vislumbra a lo lejos. El murmullo se acalla y el rumor se convierte en silencio. La reacción no se hace esperar. Revoleamos las chanclas y levantamos las manos, agitando al viento los dos euros que nos transportarán al paraíso en un santiamén.

Alguno de nosotros corre hacia Miguel para ser atendido de los primeros. Los demás, contagiados por la emoción del momento, emprendemos a lo loco nuestra particular espantada hacia el objetivo. Saltamos por lo alto de cubitos y señoras en top-less. Uno mete un codazo para adelantar posiciones. A otra se le sale un pecho del bikini y se pone a la cabeza, captando la atención, emulando a Sabrina en esa mítica noche de fin de año.

Un muchacho que acaba de pisar la arena, impregnado todavía por el olor a pintura de su fábrica sevillana, se libera rápidamente de la butaca de playa y demás accesorios. Mira a su mujer, que lo espera amorosa con sus dos niños, bajo la sombrilla, después de pasar quince días sin verlo. Él le hace un gesto con la mano y le grita: “Que voy a ver a Miguel y ahora  mismo voy para allá”.

Tras este desafortunado comentario, el tsunami habitó entre nosotros. De nada le valen los consejos del mindfulness ni las clases de Tai chi. Ella siente en sus propias carnes la amenaza de las papas, la preferencia por la lata con su punto azul brillando en todo su esplendor y, sin más dilación, deja escapar ese alien que todos llevamos dentro, el que nos brota como lava de volcán cuando nos vemos reducidos a segundo plato. Segundo plato.

El terremoto de Lisboa no tiene ni punto de comparación con la hecatombe que formó la señora en la orilla. La mujer, herida en su corazoncito de María, corrió todo lo que pudo para abalanzarse sobre el pintor con el único objetivo de impedir que besase al Latas antes que a sus propios hijos.

Lo agarró por la camiseta y, cual luchadora de sumo, se le tiró encima para bloquear cualquier tipo de movimiento. Al pintor, con el forcejeo, se le cayeron los dos euros de la mano y eso fue lo que más coraje le dio. 

A mí, que me dan mucha pena estas cosas, se me ocurrió la idea de agacharme para coger las monedas y comprarle al chaval la cerveza y las patatas, ya que me pillaba de camino. Él no supo interpretar mi gesto y me agarró la pierna tal y como ocurre en las películas de miedo con esas manos que salen de debajo de las camas en plena noche, para hacer prisioneros a los tobillos que osan pasar por allí.

Al caer los dos cara a cara, resoplando sobre la arena, bajo el hiriente sol de agosto, nos dimos cuenta de que nos conocíamos del barrio y se acabaron los malentendidos.
Una extranjera, más blanca que una gamba cruda, comenzó a lanzarnos improperios en un idioma que bien podría ser la lengua de Jesucristo. A los dos nos dio por persignarnos en su cara, por lo que pudiera pasar. Hecho esto, pronunciamos entre dientes algunas palabras.

“No veas la mala leche que sigue gastando la Manoli. Igual que cuando era chica” Le susurré al oído. “Anda y dale un besito ya, hombre, que nos va a salir la cerveza por un ojo de la cara, sin ningún tipo de doble sentido”.

Nos levantamos como pudimos, echándonos una manita, porque, por muy brutos que seamos, el barrio es el barrio y aquí, entre nosotros, nos ayudamos. Saludamos a Manoli y a los niños y en esto que ya había llegado Miguel hasta donde estábamos nosotros.

Venía con las latas frías y las patatas en la mano, después de haber visto el numerito que habíamos formado mientras tanto.

Mi marido se acercó cuando ya había pasado el temporal con cara de pocos amigos.
“Que sepas que pienso hablar con el alcalde para que te ponga en la guía turística de la ciudad. Espectáculos como este deberían ofrecerse cobrando entrada”.

Manoli se llevó a los niños al agua con la cara del revés.

“Anda, anda…” Nos dijo El Latas.
“Que sepáis que las infidelidades se pagan”

Y, no es por nada, pero esa lata de cerveza congelada, acompañada por ese paquete de papas al ajillo fritas con aceite de palma y glutamato monosódico a espuertas, provocaron una oleada de placer colectivo junto a la orilla que debería quedar reflejada en el libro Guinness de los Récords.

Hacer el amor con un paquete de patatas y una cerveza no es tan raro como parece.  Seguro que alguno de vosotros lo entiende. En definitiva, me he quedado pensando en que esta infidelidad veraniega todavía se encuentra al alcance de nuestras posibilidades. Así que, Carpe diem.

Feliz entierro de la caballa a todos y que la Manoli nos coja confesados.



domingo, 19 de agosto de 2018

Sologamia, por favor






La sala de estar de mi abuela tenía los tresillos tapizados de rojo. Las cortinas, las enaguas de la mesa y demás enseres también eran del mismo color. A veces, durante las tardes de verano en las que a los primos nos confinaban a la tortura de esos sillones, nos mimetizábamos con la salita, a unos cuarenta grados de temperatura a las cuatro de la tarde y nos derramábamos literalmente unos sobre otros sin saber ni lo que hacer. 

Durante las vacaciones estivales, la salita roja constituía el punto de encuentro de los nietos durante la hora de la siesta y la verdadera metáfora de lo que era un horno de cocer bizcochos. La casa entera se mantenía en silencio, brillando bajo el castigo del sol de verano andaluz. El bullicio infantil se concentraba en ese cuadrilátero rojo, en el que nos animábamos con una tele en blanco y negro y los juegos reunidos Geyper. Fotografías de todos nosotros vestidos de primera comunión colgaban de las cuatro paredes y un flamenco disecado, que nunca logramos saber si se quedó así por la temperatura que alcanzaba la salita, flanqueaba la esquina con una autoridad algo dudosa para nosotros.

Lo de nuestras fotografías tenía su explicación. El primer nieto que recibió la comunión le entregó orgulloso su retrato de estudio a la abuela. Ella enmarcó la fotografía y colocó el cuadrito en el centro de la salita a la que los padres nos exiliaban de cuatro a seis de la tarde. Sucesivamente, el resto de los nietos fuimos realizando la misma operación que el primo mayor. La abuela, igualmente, fue colgando los siguientes cuadritos de manera estratégica, en forma de escalera, como la que tiende las bragas, hasta meternos allí a los doce nietos.

Llegó un momento en que la habitación parecía el decorado de la película de los otros. Los nietos fuimos creciendo, llenándonos de espinillas y regodeándonos en nuestro inmenso pavo. Sin embargo, nuestras fotografías permanecían suspendidas en la pared, como si fuésemos niños fantasmas, para que no se nos olvidase ese precioso día en que nuestras madres tuvieron la maravillosa idea de vestirnos de almirantes, pseudonovias, marineritos o angelitos. Y, como no, para servir de cachondeo a todo el que tuviese alma de entrar en la salita roja a la hora de la siesta.

En cuanto al flamenco embalsamado, ninguno de nosotros supo nunca cómo había llegado hasta allí. Un pájaro espectacular, que nos superaba en tamaño a la mayoría, nos acompañaba durante nuestro tiempo de presidio cual anuncio de un local de taxidermia venido a menos. Siempre estuvo ahí, con una patita hacia arriba como el palillo de un chino, el cuello estirado y el pico tieso, más seco y más duro que una mojama. Tenía los ojos negros como el tizón y, de vez en cuando, le brotaba una hormiga de los agujeros del pico.

A veces, durante nuestra estancia en la salita, el sueño nos derrotaba y caíamos rendidos de mala manera sobre el tresillo rojo, con las piernas torcidas y la cabeza colgando.

Mi hermano, que era el que más resistía el cansancio y el que más por saco daba, se entretenía inventándose perrerías para todo aquel que se durmiese.
A mí me arrimaba el flamenco a la cara en cuanto cogía el sueño. De manera que una vez abría los ojos, con el hilillo de baba colgando, los sudores resbalando por el pecho y al borde de un golpe de calor, lo primero que veía era el pico del pajarraco sobre mi nariz.

Las primeras veces, por poco fallezco de un infarto infantil. De vez en cuando, el pobre flamenco se llevaba un guantazo mío gratis y acababa rodando por el suelo con algún niño en lo alto que le hacía la reanimación cardiopulmonar porque decía que yo lo había matado del porrazo. Luego, cuando ya el flamenco y yo nos habíamos repuesto del susto, cobraba mi hermano por gracioso.

El resto de los primos se revolcaba por el suelo de la risa. Nos habían perdido todo el respeto tanto al flamenco como a mí. Gritaban “que se besen” con todas sus fuerzas y luego le contaban a todo el mundo que hacíamos muy buena pareja y que yo iba a terminar casándome con el flamenco debido a las confianzas que estábamos cogiendo. Yo, por seguir la broma, cuando me hartaba, lo besaba en el pico y luego escupía la hormiga que me había traído con el arrumaco y la caraja.

Recuerdo las veces que juré quedarme soltera y entera, como la tía Pepa, que era la única que podía dormir la siesta a gusto en esa casa. Nuestros padres sudaban la gota gorda de dos en dos, incrustados en esas camas de menos de un metro treinta con el colchón de borra. Los niños teníamos que aguantar a mi hermano con el flamenco y cocernos a fuego lento como un langostino en la dichosa salita roja. Sin embargo, ella, la tía Pepa, con toda su soltería, se despatarraba en la cama, se enchufaba el ventilador y ahí se las daban todas de cuatro a seis.

Luego crecí, se me olvidó lo del flamenco y ya se sabe. Tuve al niño y volví a la época en la que no me dejaban dormir la siesta por más que yo lo intentase. El pico del pájaro se convirtió en la protuberancia de un libro de filosofía que me golpeaba en la frente cada vez que cerraba los ojos y las risotadas de los primos se transformaron en una vocecita aguda que no calla.

Frecuentemente pienso en la tía Pepa, en la palabra solterona, en la palabra niños, en la hora de la siesta, en lo bien que dormía ella…y me da una envidia que no puedo.
Ahora, quedarse soltera es tendencia. Algunas de nosotras, hartas de lidiar con parejas intermitentes y decepciones continuadas, han optado por la sologamia: casarse consigo misma. Por lo visto, esta moda tiene como objetivo mostrar nuestro compromiso de amor con nosotras mismas públicamente y al mismo tiempo abrir un debate sobre el modelo de amor romántico que impera en nuestra sociedad.

Llegadas a una edad, si ven que el matrimonio no llega, se lían la manta a la cabeza, se visten de novias, se compran su tarta, su anillito, montan una fiesta, se contratan su reportaje fotográfico, se organizan su viajecito y se pegan un homenaje que no veas. Hay de todo, menos novio. Algunas se reciben ellas mismas a la vuelta con una pancarta que pone: “Amarse a uno mismo es el inicio de un romance que dura toda la vida”, como dijo Oscar Wilde.

Yo lo veo todo tan bonito que me están entrando ganas de subirme al carro. La primera parte me la saltaría directamente y pasaría a los quince días de permiso por matrimonio, a lo que es la luna de miel. Caribe, Rivera Maya, Islas Fiji…o el spa de mi pueblo, cualquier sitio me viene bien.

La única pega que le encuentro a la sologamia es el problema de la convivencia.  Yo intentaría establecer una relación flexible, por no saturarme. Una misma ahí todo el tiempo puede ser un poquito cargante y a ver si voy a acabar en divorcio en cuantito que vuelva del viaje. No sería la primera.

Por otra parte, tendría que arreglar lo de la pensión de viudedad, el permiso en caso de enfermedad del cónyuge, la declaración de la renta conjunta y alguna que otra cosilla más.

Pero vamos, que todas las trabas que pueda tener la sologamia son minucias al lado de poder tirarte en la cama a las cuatro de la tarde, bajo este castigo del sol andaluz, despatarrarte a tus anchas, enchufarte el ventilador y quedarte traspuesta hasta nuevo aviso. Lo que hay que inventarse para que la dejen a una dormir la siesta.