Durante este verano, he llegado a un punto de mi
vida en el que no sé si disfruto más haciendo el amor o comiendo.
Sé que está feo decirlo, pero el universo del queso
payoyo se ha revelado ante mí, acompañado por el vino de Chipiona y el pan de
telera, causando un efecto estremecedor en todo mi organismo. Creo que esto ya
es imparable. Los salazones de Barbate revolotean sobre mi cabeza, meciéndose
entre ensaladas de algas, langostinos de Sanlúcar y caballas caleteras con su
piriñaca. Siento abiertos todos los chakras de mi cuerpo, dispuestos a recibir
explosiones de sabor sin ton ni son.
Por las noches, sueño con comtessas. Despierto
sobresaltada porque se me aparece el postre pijama del restaurante chino diciendo
“cómeme” y, aunque os cueste creerlo, ha llegado a presentárseme la dueña del
Riancho para agradecer mis tardes de peregrinación por los callejones en busca
de una cuña de chocolate. El levante me está sentando regular.
He ido abandonando paulatinamente mis demás
aficiones en pro de las degustaciones gastronómicas más variopintas y así me
encuentro, con ojos nada más que para los platos que se me pongan por delante.
Mi último descubrimiento han sido las patatas al
ajillo, fritas con aceite de palma, aderezadas con una buena dosis de glutamato
monosódico y conservante E-329. Están
para matarse. Las saco una a una del paquete y las saboreo despacito, remojándolas
con un sorbito de Cruzcampo de lata, sintiendo el condimento de la arena que
remueve el levante por estas tierras marineras. Gloria bendita.
Mi marido, que tiene el cielo ganado conmigo, no
soporta ver la cara que pongo cuando veo aparecer por la orilla al vendedor ambulante
de cervezas y patatas.
Miguel, que así se llama el hombre, emerge de entre
las olas. Lo veo venir a lo lejos, vestido de blanco cual espuma de mar. Tira
con brío de su contenedor tuneado en el que ha rubricado con rotulador
indeleble: “bebidas frías”. Cuelgan a los lados sendas alforjas de plástico
repletas de patatas al ajillo. Se me hace la boca agua con solo oler su sudor.
A veces tarda un poco en llegar o se entretiene
charlando con cualquier otro cliente. Entonces mi estado de ánimo se altera. Me
pongo de pie en la orilla, tapándome el reflejo del sol con la mano sobre mi
frente, oteando el horizonte de derecha a izquierda, estirando el cuello como
una jirafa en el zoológico.
Mi marido, que, a parte de tener el cielo ganado
conmigo, me conoce como si me hubiera parido, intenta calmarme: “Tranquila, chiquilla,
que ahora viene”. Pero no me tranquilizo, no.
Me asalta la imagen de los yonkis de mi barrio
cuando iban a la farmacia a por la metadona y cómo tuvieron los farmacéuticos
que abandonar la labor debido a los pollos que se montaban en la puerta de la
botica. Esta estampa digna de ver se queda en pañales al lado de la que se está liando en la orilla. Las cabezas se agitan, los parroquianos se roen las
uñas, aparece el síndrome de las piernas inquietas y las voces comienzan a
sonar un poco más fuerte de lo habitual. Miguel, El Latas, que no viene.
Caigo en la cuenta de que hay cuatro o cinco
personas más igual que yo, angustiadas por su propia desesperación, echando de
menos a Miguel y al cargamento de su contenedor. Se oyen voces a lo lejos: “¿Qué
le pasa hoy al Latas?”
Los efectos del glutamato monosódico son más que evidentes
ya entre los bañistas. Nos encontramos en un lamentable estado de descomposición, a punto de
abandonar nuestro puesto de vigía y calzarnos las chanclas para subir la
escalera hacia el kiosko, a por las deseadas provisiones.
Sin embargo, de repente, la sombra del carrito con
el ansiado cargamento se vislumbra a lo lejos. El murmullo se acalla y el rumor
se convierte en silencio. La reacción no se hace esperar. Revoleamos las
chanclas y levantamos las manos, agitando al viento los dos euros que nos
transportarán al paraíso en un santiamén.
Alguno de nosotros corre hacia Miguel para ser
atendido de los primeros. Los demás, contagiados por la emoción del momento,
emprendemos a lo loco nuestra particular espantada hacia el objetivo. Saltamos
por lo alto de cubitos y señoras en top-less. Uno mete un codazo para adelantar
posiciones. A otra se le sale un pecho del bikini y se pone a la cabeza,
captando la atención, emulando a Sabrina en esa mítica noche de fin de año.
Un muchacho que acaba de pisar la arena, impregnado
todavía por el olor a pintura de su fábrica sevillana, se libera rápidamente de
la butaca de playa y demás accesorios. Mira a su mujer, que lo espera amorosa
con sus dos niños, bajo la sombrilla, después de pasar quince días sin verlo. Él
le hace un gesto con la mano y le grita: “Que voy a ver a Miguel y ahora mismo voy para
allá”.
Tras este desafortunado comentario, el tsunami habitó entre nosotros. De nada le valen los
consejos del mindfulness ni las clases de Tai chi. Ella siente en sus propias
carnes la amenaza de las papas, la preferencia por la lata con su punto azul
brillando en todo su esplendor y, sin más dilación, deja escapar ese alien que
todos llevamos dentro, el que nos brota como lava de volcán cuando nos vemos reducidos
a segundo plato. Segundo plato.
El terremoto de Lisboa no tiene ni punto de
comparación con la hecatombe que formó la señora en la orilla. La mujer, herida
en su corazoncito de María, corrió todo lo que pudo para abalanzarse sobre el
pintor con el único objetivo de impedir que besase al Latas antes que a sus
propios hijos.
Lo agarró por la camiseta y, cual luchadora de sumo,
se le tiró encima para bloquear cualquier tipo de movimiento. Al pintor, con el
forcejeo, se le cayeron los dos euros de la mano y eso fue lo que más coraje le
dio.
A mí, que me dan mucha pena estas cosas, se me
ocurrió la idea de agacharme para coger las monedas y comprarle al chaval la
cerveza y las patatas, ya que me pillaba de camino. Él no supo interpretar mi
gesto y me agarró la pierna tal y como ocurre en las películas de miedo con esas
manos que salen de debajo de las camas en plena noche, para hacer prisioneros a
los tobillos que osan pasar por allí.
Al caer los dos cara a cara, resoplando sobre la
arena, bajo el hiriente sol de agosto, nos dimos cuenta de que nos conocíamos
del barrio y se acabaron los malentendidos.
Una extranjera, más blanca que una gamba cruda,
comenzó a lanzarnos improperios en un idioma que bien podría ser la lengua de
Jesucristo. A los dos nos dio por persignarnos en su cara, por lo que pudiera
pasar. Hecho esto, pronunciamos entre dientes algunas palabras.
“No veas la mala leche que sigue gastando la Manoli.
Igual que cuando era chica” Le susurré al oído. “Anda y dale un besito ya,
hombre, que nos va a salir la cerveza por un ojo de la cara, sin ningún tipo de
doble sentido”.
Nos levantamos como pudimos, echándonos una manita, porque,
por muy brutos que seamos, el barrio es el barrio y aquí, entre nosotros, nos
ayudamos. Saludamos a Manoli y a los niños y en esto que ya había llegado Miguel hasta donde estábamos nosotros.
Venía con las latas frías y las patatas en la mano,
después de haber visto el numerito que habíamos formado mientras tanto.
Mi marido se acercó cuando ya había pasado el
temporal con cara de pocos amigos.
“Que sepas que pienso hablar con el alcalde para que
te ponga en la guía turística de la ciudad. Espectáculos como este deberían ofrecerse cobrando entrada”.
Manoli se llevó a los niños al agua con la cara del
revés.
“Anda, anda…” Nos dijo El Latas.
“Que sepáis que las infidelidades se pagan”
Y, no es por nada, pero esa lata de cerveza
congelada, acompañada por ese paquete de papas al ajillo fritas con aceite de
palma y glutamato monosódico a espuertas, provocaron una oleada de placer
colectivo junto a la orilla que debería quedar reflejada en el libro Guinness
de los Récords.
Hacer el amor con un paquete de patatas y una
cerveza no es tan raro como parece. Seguro que alguno de vosotros lo entiende. En definitiva, me he quedado pensando en que esta infidelidad veraniega todavía se
encuentra al alcance de nuestras posibilidades. Así que, Carpe diem.
Feliz entierro de la caballa a todos y que la Manoli
nos coja confesados.
He sentido las carreras, la calo, el sabor de las patatas y la cerveza fresquita. Encantador y vivo tu relato Almudena, gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias!! Me alegro de que te haya gustado, Luis.
ResponderEliminarQue arte tiene hija!!! Muero contigo....
ResponderEliminarTe adoro Almudena GRANDE
Almudena es genial, para partirse, y qué bien retratado todo hija. Qué ojo y qué verbo tienes!
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios. Me alegro muchísimo de que mis ocurrencias sirvan para algo más que para provocarle a mi marido dolores de cabeza. Es un verdadero bálsamo de felicidad sentirnos tan cerca. Muchas gracias.
ResponderEliminarA medida que iba leyendo, creí que estaba en la Caleta y saboreando esas papas cpn su cruzcampo fresquita. Qué pechá de reir!!
ResponderEliminarAy, esa Caleta...Me alegro mucho de que te haya gustado. Un saludo.
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