martes, 14 de abril de 2020

Ira de mujer, ira de Lucifer




A mi prima Maculada su madre le suprimió el “In” del nombre en cuanto la conoció en el paritorio. La niña nació embistiendo, haciendo la peineta con una mano y poniendo los cuernos con la otra.

La comadrona casi se desmaya durante el parto y deja a mi tía más tirada que una colilla. No había visto nunca antes cosa igual.

Del vientre materno emanaban olores horripilantes propios de un meconio enrarecido. La puñetera niña propinaba alaridos guturales desde las profundidades del cuello del útero al estilo death growl cual vocalista satánica del peor grupo de heavy metal.

Mi prima llegó al mundo medio muerta y ronca perdida. En vez de venir con un pan debajo del brazo, traía una vuelta del cordón umbilical en el cuello y un buen par de cojones. Le faltó poco para ahorcarse justo antes de nacer y acabar en feto mal parido allí mismo.

Así que, atendiendo a lo que parecía la exhalación de los últimos estertores de la chiquilla, la ginecóloga, creyendo que la palmaba, roció su cabeza apepinada con agua bendita que guardaba en un cajoncito para los casos de bautismo de urgencia. Mientras, recitaba a todo trapo:
—Yo te bautizo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…
Pero, justo antes de pronunciar el “amén” del final, la niña le escupió en toda la cara un buche de líquido amniótico que mantenía en un carrillo.

La enfermera revoleó a la cría con toda su pestilencia encima de su madre y, de esta guisa, sobre el pecho materno, finalizó el espectáculo con un eructo impropio que retumbó ante el sepulcral silencio que se mascaba en la sala. Para rematar la jugada, se tiró un pedazo de cuesco y, acto seguido, se durmió.

Entre la vérnix caseosa, que viene a ser la grasa, y el lanugo que traía la criatura, el melón de cabeza que se le había quedado después de usar los fórceps y el llanto de ultratumba que se gastaba…mi tía no quiso ni que le hicieran la fotografía, cortesía del hospital con la que obsequiaban a las recién paridas.

Con las pintas y formas con las que se presentó a la vida, tendría que haberse llamado algo así como Dalila, Maléfica, Pandora, Medusa, Harpía, Empusa e incluso Lilith le habría venido de lujo. Sin embargo, mi tía no podía romper con la tradición de que la primogénita portase el nombre de la abuela paterna. La habrían acusado de traición, felonía, ingratitud, alevosía, vileza, complot, alevosía y cualquiera sabe cuántas maldades más. Así que, teniendo en cuenta las consecuencias que podría haber acarreado un cambio de decisión respecto a su onomástica, la pobre mujer lo único que pudo hacer para mantener la coherencia fue suprimirle el prefijo para que el significado del nombre estuviese más en consonancia con el temperamento de la que lo llevaba. Igualica, igualica que su difunta abuelica.

Maculada creció fuerte y descarada. No consintió en coger el pecho. Masticaba filetes aún sin tener dientes, ya que tardó más de ocho años en terminar de echarlos. Con seis meses ya anduvo sola. Estuvo dos años con el sueño cambiado y presentó cólico del lactante hasta que le bajó la regla y se le juntó con el cólico nefrítico. Nunca se desprendió del vello negro con el que nació, la arropaba por las noches y no necesitaba ni pijama para dormir. Se negó en rotundo a depilarse y continuó defecando meconio durante todos los días de su vida. Se alzó con el título de campeona de levantamiento de pesas a nivel autonómico y cuidaba de los suyos como una jabata.

Durante la adolescencia, se convirtió en vegana y en fan number one de Al Gore. Si fuera por ella, ahora mismo adoptaría a  Greta Thunmerg.

Se apuntó a los boy scouts, a los ecologistas, a los animalistas, a los naturalistas y, por ende, a los naturistas, a las terapias alternativas y a todo lo que significara luchar por los desprotegidos, por la naturaleza y el planeta. No le hacía falta megáfono en las manifestaciones. Rugía con su vozarrón y se quedaba todo el mundo más callado que en misa.

Una vez trabajó como guardia de seguridad, pero tuvo que dejarlo al poco tiempo porque le tocaba mucho los ovarios tener que poner firme a todo quisqui.

Recogía los plásticos de la Caleta, las bolsas del piojito por la Bahía, las mierdas de los perros por la calle Ancha, las colillas por la Alameda, los papeles de las hamburguesas por el Hotel Playa Victoria, los paquetes de tabaco pisados, los chicles pegados…Su vida era un sinvivir. No daba abasto con toda la porquería y la poca conciencia de la gente. La tenían literalmente hasta el mismo coño.

Poco a poco, la contaminación la iba sulfurando, indignando, encolerizando, exasperando y enfureciendo.

Para combatir la ira que la carcomía por dentro, se cortó el flequillo como si fuera de Herri Batasuna, se compró el satisfyer pro y estuvo catorce días sin salir de su casa. Pero ni por esas lograba calmar su angustia y ansiedad ante los datos climatológicos, los desastres que se avecinaban y la pasividad del personal ante la inminente catástrofe natural que estábamos provocando.

Como último recurso, se apuntó a un cursillo de autocoñocimiento basado en hechos reales.
Pertrechada con cojín y espejo, se plantó delante de la monitora mostrando sus fauces melladas, su espalda contracturada, la cicatriz en el cuello de cuando el cordón umbilical la quiso estrangular, las manos rudas de tanto recoger basura, los pelos como una loca asomada al balcón y un máximo interés por el tema de autocoñocerse.
—Aquí estoy— gritó en tono de denuncia pública como si la niña del exorcista acabara de manifestarse. Era el vivo retrato de la Uchi entrando en el Manteca, por mi madre de mi alma.
—Bienvenida, hermana. Tocarse el coño empodera— exasperó la monitora con voz de fumar Ducados.
Y en ese mismo instante, Maculada sintió que estaba donde tenía que estar.

Cada asistente se analizó el moco cervical, ese gran desconocido; conversó con su vulva, tan lejos y sin embargo tan cerca de cada una de nosotras, y se reconectó con su útero, tan negado y olvidado por el hostil patriarcado.

Todas las participantes se fueron viniendo arriba con una potencia que ni Endesa con sobrecalentamiento podría igualar.
—El puntito que le da cada una a lo suyo, no te lo da nadie— se escuchó a viva voz desde la retaguardia.

Allí se congregaron un montón de alborotadoras. Las Cadiwoman desde el módulo uno a la cabeza cantando el clitorito (‘Háztelo tu misma’) junto a Ana Magallanes vestida de ‘El rey de la fiesta’. Las flamencas de la Merced dando zapatazos, las Niñas de Cádiz montando un pollo mayúsculo y libérrimo como sólo ellas saben hacerlo; hijas secretas de Valle-Inclán, puro esperpento callejero. Las mujeres de acero, las de mantilla, la Petróleo y la Salvaora hacían la ola. Una costurera, cuatro estudiantes, una sindicalista y dos conductoras de autobús bailaban la conga. Allí estaba La Libertaria, la Leo Power, Teófila, cinco maestras, dos cocineras, una monja carmelita, la Lola Flores y hasta Rita la Cantaora.

Las mujeres no hacían más que entrar al cursillo. El griterío se convirtió en bulla y la algarabía en clamor. El bramido de mi prima Maculada produjo la traca final que provocó que todas salieran corriendo. El suelo se desplomó bajo sus pies como ocurrió con las rebajas de tresillos en muebles Peralta. La avalancha no se hizo esperar. De la risa al llanto en un simple crujido de la tierra.

Una polvareda indicaba el escenario dantesco donde cuerpos amontonados y sangrientos se mezclaban con cascotes y escombros, espejitos y cojines, bragas y calcetines.
Maculada cogió en peso las magulladuras, la autoestima herida, el dolor del parto, los hematomas de los golpes de la vida y el hastío de su existir junto al satisfyer abollado, la colchonetita del yoga, los cascotes ensangrentados, las amigas majaras y todo el cachondeo que un minuto antes reinaba en el recinto.

Como Hércules o el titán Atlas, ella podía con eso y mucho más. Todas las que se recuperaban de esa especie de hecatombe zombi, estaban ya acostumbradas a cargar con mucho peso sobre sus espaldas. Nada nuevo bajo el sol.

Así que, sin saber por qué, de buenas a primeras, como almas que se lleva el diablo, les dio a todas por salir corriendo en pelotón, dirigiéndose Columela abajo en dirección al muelle. Abanderando incongruentes gritos de protesta, se fueron uniendo, entre alaridos y empujones, todos los transeúntes que por allí pasaban, embrujados por el poder de la masa sublevada. Se unió Luisita tirando claveles, Amalia regalando fajas, las cajeras de los supermercados, los chinos del bazar, la churrería de la guapa, los amigos de Fernando Quiñones, los Vivos y toda la Isleta,  los cargadores del Perdón, el bicicleta y la gente del Cambalache, cuatro bandas de música, los que bailan en las bóvedas de Santa Elena, la gente del jazz y los rocieros con carretas, bueyes y estandartes. Salieron por la calle Feduchy, San Antonio, plaza Mina, El Pópulo y Santa María, Candelaria y la Viña, El Campo del Sur.... No veas la vuelta tan rara que estaban dando. Aquello tenía menos sentido que el itinerario del entierro de la caballa. Una anarquía de manifestación. 

Corría ya el ocho de marzo y la locura desbocada tomó las calles como la lava de un volcán en erupción. Así empezó todo: desgañitándose.
Maculada gritaba enardecida:
─¡Queremos autocoñocernos!
Muchas jaleaban:
─¡No nos mires, únete!

Víctimas de un extraño hechizo, cada vez se acoplaba más gente. La multitud se convirtió en tropel y avanzaba con paso firme.
Gritaban, escupían, tosían, vociferaban, tocaban con las manos descubiertas, se besaban, se cortaban las venas, vaciaban su copa menstrual, lo regaban todo con el sudor de su frente…
Sobresalían chillidos que se atropellaban al ritmo de un tambor:
─¡Nosotras parimos, nosotras decidimos!
El enfado, unido al dolor transmitido generación tras generación, iba en crescendo:
─¡Somos el grito de las que ya no están!
─¡Mi vagina aguanta cualquier golpe!
De esta guisa, se montaron en un trasatlántico porque había una muchacha, hija de la gran China,  a la que se le había metido entre ceja y ceja que su madre oriental viviera esto.
Allí se manifestaron en la gran murallita y, después de unos cuantos chupitos de licor de lagarto, tiraron para Italia.

Los participantes se contaban por millones. Seguían berreando, abucheando, pitando y refrotándose con paredes, ventanas, farolas, adoquines, personas, perros, gatos, pangolines y murciélagos.

Todo iba viento en popa.  Repartían collejas para que la gente recogiera los papeles y los depositara en las papeleras, para que metieran las colillitas en un cenicerito de bolsillo, para que usaran envases reutilizables, para que las empresas se dejasen de cachondeo con los vertidos, los gases, las mierdas… y para que se respetara a todo el mundo. Pedazo de ocho de marzo que se estaban pegando.

Si alguien preguntaba el porqué de la manifestación, las respuestas brotaban de boca en boca:
─¡Porque estoy hasta el coño!
─¡Porque a la mujer y a la cabra, cuerda larga!
─¡Porque la mujer y la sartén, en la cocina están bien!
─¡Porque mujer tenías que ser!
─¡Porque a mujer temeraria, o dejarla o matarla!
─¡Porque a la mujer y a la burra, cada día una zurra!
─¡Porque el tabaco, el vino y la mujer echan al hombre a perder!
─¡Porque yo vengo desde Loja!
─¡Donde la que no es puta, es coja!

Y andandito, andandito, llegaron hasta Madrid. Pasaron la tarde estupendamente, soltando esputos y babas al aire como un perro rabioso, estornudando sin ponerse la manita por delante, compartiendo todos los suvenires que traían de Wuhan y de Milán. Se estaban desahogando pero bien. Finalmente, terminaron en la Caleta al influjo de la luna y ya, cuando les pareció, se fueron a gatas para su casa. Los últimos, cómo siempre, los hermanos Serrano. No hay arreglo.

Cayeron en la cama reventadas y hasta algunas, que llevaban meses sin pegar ojo a causa de la menopausia, durmieron esa noche de un tirón. Plenamente satisfechas.

A los pocos días, las noticias comenzaron a contar que esa manifestación tenía la culpa de todo. Vaya tela con las hijas de Lilith, Eva para las amigas. No veas qué ruinazo nos habían traído. La responsabilidad no era del fútbol, la misa,  los conciertos,  los viajes de negocios en avión, el hambre, la falta de higiene, ni siquiera de la miseria de un laboratorio de tres al cuarto con una rendijita muy chica muy chica.

El 8M de los cojones era el que la había liado. Me cago en mis castas. Otra cosita más para las espaldas. No pasa nada. Podemos con eso y con más, ya lo sabemos. Hay que pensar que, con lo bien que lo pasamos...anda y que nos quiten lo bailao. Siempre en positivo, como esas agendas que están ahora de moda.

Maculada no consiguió ni hablar cuando se enteró. Se había roto las cuerdas vocales. Se había dejado la garganta y el corazón protestando y aullando por las calles. ¿Para qué?

Ahora no se escuchan bombardeos ni gritos. No hay tiroteos ni se ven llamas o soldados. Es realmente difícil creer que así, confinados, estemos luchando contra algo. 

Maculada sigue cada día acudiendo a su puesto de trabajo. Limpia la planta de infecciosos del hospital. Ha estado haciéndolo toda la vida sin guantes ni mascarilla. Como una patena lo tiene todo. Nunca se ha contagiado de nada. Ella sabe bien lo que se trae entre manos y mata los gérmenes a escupitajo limpio. Los ve hervirse ante sus ojos, derritiéndose en su saliva. Por eso escupía tanto durante la manifestación, a ver si así acababa con toda la inmundicia que tenemos en lo alto.

Ahora, andan buscando una vacuna. Sin embargo…
Qué extraño que la naturaleza provea remedios contra las serpientes fatales, pero contra una mala mujer, mucho más mortífera que las serpientes, mucho más cruel que el fuego, nadie ha encontrado un antídoto (Andrómaca, Eurípides)

Lo mismo el anticuerpo también se lo ha traído mi prima Maculada de recuerdo o cualquiera de sus amigas. Ella es una superviviente desde que nació. Pero pasan los días… y no la mira nadie.

Cuando se harte de verdad…no me lo quiero ni imaginar. Nos vamos a cagar pero de verdad.