viernes, 1 de noviembre de 2019

Hasta que la muerte nos separe





Durante los almuerzos familiares, se está convirtiendo en costumbre tratar temas peliagudos para evitar el aburrimiento y animar un poco el cotarro.

Agotadas ya cuestiones como la política, la religión y los métodos anticonceptivos de cada cual, a mi marido se le ocurrió la genial idea de iniciar una conversación sobre los pros y los contras del enterramiento frente a la incineración.

El abuelo, mientras trinchaba el pollo, manifestó rápidamente su deseo de que, llegado el momento, lo introdujéramos en el crematorio y arrojásemos sus cenicientos restos al mar. Explicó que lo suyo sería encender una gran candela para que los elementos terrenales pudieran liberar su alma y que esta volara hacia el cielo a través del chispeante chorro de fuego. Posteriormente, su morralla nadaría entre mojarras, caballas y camarones para toda la eternidad. Se le iluminaba el rostro al imaginarse su particular paraíso marinero.

Sin embargo, poco le duró al pobre la cara de felicidad.
La abuela, al escuchar sus pretensiones, montó en cólera más rápido que prende la pólvora.
-¡No dices más que paparruchas!- Retumbó en toda la sala.

La matriarca mostró un radical rechazo ante los deseos del abuelo. Ella había estado pagando la cuota del panteón familiar en la hermandad del pueblo durante años y eso no se iba a desperdiciar ahora por un romántico deseo de libertad a estas alturas de la vida.
El nicho estaba ya comprado: medidas de matrimonio para que los dos cupieran sin problemas de espacio, ataúdes gemelares, lápidas de mármol de Macael y letras góticas esculpidas a mano, bañadas en oro de veinticuatro quilates.

Lo tenía todo planeado, no había nada que pensar. Desde el año ochenta y ocho que llevaba abonando el recibo de la cofradía religiosamente para poder descansar en paz, junto a su marido en primer lugar, pero también junto a sus parientes difuntos tan recordados en estas fechas: la tía Pepa, la yaya Dolores, el bisabuelo Miguel y, hablando en plata, todos sus muertos.

El abuelo, ante tal plan, se atragantó con el pollo y hubo que realizarle la maniobra de Heimlich.

Mi cuñado, víctima del sobresalto, comenzó a comprimirle el abdomen al abuelo al ritmo del baile de la Macarena para desobstruir el conducto respiratorio. Tras cuatro empujones, el trozo salió despedido y fue a estamparse contra la frente de mi cuñada, que había estado contemplando la escena más callada que en misa.
Con el topetazo, pareció espabilarse y alzó su copa en señal de brindis.
-¡Por una familia unida!

Se empinó la copa de manera que, en un segundo, había vertido mágicamente el vino en su gaznate y se disponía a servir la siguiente ronda.
-Es que hoy no me he tomado las pastillas y puedo beber.- Aseguró sin ningún disimulo.

El abuelo, siguiendo el ejemplo de la que hoy no se había medicado, desatascaba su laringe con licor de orujo, más que nada por si el atragantamiento había causado alguna herida que hubiera que desinfectar.
-Pues si ese es el proyecto que hay para cuando yo me muera, me separo y punto. Que para lo que me queda en el convento, me cago dentro.

Mi hermano, que es maestro y coordina un proyecto de ecoescuelas en su colegio, en un intento de mediación familiar, se apresuró a afirmar:
-Hombre, no te pongas así que hay más opciones. Mira, el entierro ecológico está en boga. Es una opción muy moderna. Podemos encontrar desde las urnas bio, que llevan dentro una semillita de pino, hasta las vainas orgánicas, en las que se introduce el cuerpo del difunto en forma fetal para que, al cabo de los años y con los cuidados oportunos, se acabe convirtiendo en árbol. Podríamos realizar, antes de la inhumación, la deshidratación de tu cadáver y el de mamá en una máquina especializada para que descanséis los dos bajo un árbol en el jardín que hay junto al panteón de la cofradía. Sería una solución intermedia: naturaleza y hermandad, algo actual y tradicional a la vez.

El abuelo, que con la excusa de la asepsia de la garganta iba ya por el cuarto chupito de licor de hierbas, increpó a su vástago como poseído por el diablo:
-¿Que me vais a deshidratar el cadáver? ¡Ni muerto! Antes me voy a vivir con los jíbaros, les pido que me adopten y que me enseñen a reducir cabezas sólo por darme el gusto de volver a casa, reducirle la cocorota a tu madre y a todos vosotros, que muy difícil no tiene que ser. ¡Sinvergüenzas!

Mi marido, que es nombrar la palabra cabeza y sentirse aludido, se esmeró en arreglar el asunto mientras que la abuela fingía un desmayo junto a su nuera que, igual que el abuelo, estaba ya perdiendo la cuenta respecto a la botella que deambulaba de mano en mano.

-Suegro, por Dios, si es afán de libertad, lo que le vendría a usted mejor sería lo de la Torre del Silencio. Lo contaron el domingo pasado en Cuarto Milenio. Sí, sí, lo que yo le diga: una estructura circular, levantada y construida para facilitar la descarnación, es decir, para que los cadáveres sean expuestos a las aves de carroña que se los comen. Es algo muy respetuoso con los cuatro elementos de la naturaleza, muy innovador y muy libre.

-¡Y una mierda le voy a dar yo de comer mi cuerpo a los buitres! Si fuera a los atunes o incluso a los congrios, con lo feos que son… tendría un pase, pero a esos carroñeros, ni hablar. Prefiero que me devoréis vosotros, caníbales, parásitos. Toda la vida trabajando para esto. ¡Escoria!

Yo observaba la escena bastante atónita desde mi butacón, pensando en lo que se estaba perdiendo Buñuel y los que se encargaron de realizar el casting para El ángel exterminador.
Mientras tanto, la abuela había metido la mano en el bolso de mi cuñada buscando un ibuprofeno para el dolor de cabeza. Con el jaleo, había echado el guante a dos comprimidos de Diazepan que andaban sueltos y se los había suministrado acompañados por un par de chupitos de coñac del bueno.

El efecto no se hizo esperar:
-Yo tenía preparado un regalito para vosotros. Lo había escondido con el fin de dar la sorpresa durante la noche de Reyes, pero ya que os ponéis así, os lo voy a entregar ahora mismo, porque me va a dar algo con el tema de conversación que habéis sacado.

La abuela entró en la habitación de matrimonio postrándose inmediatamente en el suelo, a los pies de la cama, adoptando la postura decúbito prono. Con esta posición corporal, tan evidente signo de humildad, penitencia y súplica ante Dios, todos pensamos que habría apurado la botella que rulaba por la mesa y que estaría dedicándole una letanía ininteligible al Cristo titular de la hermandad de nuestro pueblo.

Había quedado literalmente rostro en tierra, cayendo al piso sobre las rodillas e inclinándose hacia adelante para apoyarse sobre las manos, o más bien sobre los antebrazos, tocando el suelo con la cabeza.

Encontrándose la abuela en tan lamentable estado, apesadumbrada por nuestros pecados e improperios, estiró el tronco y los brazos hacia adelante, deslizándose por el suelo como si se encontrase en una clase de yoga, emulando la postura del caracol, introduciendo la cabeza entera y parte del cuerpo bajo la cama de matrimonio.

Todos la contemplábamos desde nuestro particular asombro, pero como ella era tan devota, la verdad es que tampoco nos extrañó demasiado la religiosa situación.
Sin embargo, tras unos minutos murmurando retahílas entremezcladas con insultos y herejías inconexas, se incorporó súbitamente con algo blanco y pesado que acababa de extraer de debajo de la cama entre sus manos.

Parecía un lienzo sin pintar, pero cuando logramos enfocar la visión…
-Aquí tenéis. El mejor regalo que una madre puede hacerle a su marido y a sus hijos. Puro mármol con vuestros nombres incrustados en oro y la imagen de nuestro Cristo para que os acompañe siempre. La fecha de nacimiento ya la tenéis puesta. La otra…ya se verá. Una lápida preciosa, de categoría superior. Bajo nuestra cama de matrimonio, tengo guardada una para cada uno de los que aquí estamos. Y el nicho, reservado nominalmente en el panteón del pueblo. Todos juntos. Para que lo vayamos usando cuando haga falta. Un riñón y parte del otro que me ha costado el regalo.

Y, dirigiéndose al abuelo, continuó:
-Sólo te pido que no le entregues todos tus restos al mar. Déjame aunque sea una bolsita, para que me la pueda llevar conmigo al panteón de la familia. No te pido más: un cucurucho pequeño con tus cenizas. Es por no desperdiciar la sepultura junto a la mía, que ya está pagada. No me vayan a colocar a un desconocido al lado y tenga que pasar mi eternidad vete tú a saber con quién.

La narcótica pareja no pudo más que fundirse en un octogenario abrazo ante nuestros rostros desencajados.  

La cuñada volvió a alzar su copa por enésima vez:
-¡Un brindis por la familia unida y hasta que la muerte nos separe!

Yo no le quitaba ojo de encima a mi marido, pensando en la que se había liado por su dichosa intervención.
-Y…a todo esto, ¿tú que vas a querer: que te entierre o te incinere? Te lo digo por ir empezando ya con la faena.

Él me respondió con sorna:
-Yo quiero que me disequen. Tengo aquí la tarjeta de un taxidermista que me han dicho que es la caña. Vamos arriba, que te lo cuento todo.

-Sí, claro.- Contesté yo en tono cortante.- El convidado de piedra vas a ser tú. O, mejor la momia de Tutankamón. Pues que sepas que yo quiero unos funerales como los de la Mama Grande, un féretro con vueltas de púrpura, escapularios con mi fotografía, botellas y colillas, feria y fritanga…tampoco es mucho pedir. Y, a ser posible, que suene Paquito el chocolatero.

-Tan largo me lo fiais… Anda y ve subiendo las escaleras, que te voy a comentar brevemente lo que es el Carpe Diem.

-Yo sí que te voy a dar a ti una lección de Amor Ferus, por listo.

domingo, 18 de agosto de 2019

El Relicario




Durante estos días de vacaciones, me he aficionado a ver el programa de Iker Jiménez y a leer las historias del Cádiz oculto en sus volúmenes I, II y III. Vayamos por partes.

El espacio televisivo me ha enganchado porque trata sobre cualquier tema relacionado con el mundo del misterio y lo desconocido, entre los que destacan conspiraciones, ocultismo, criminología, astronomía, ufología, parasicología, física y naturaleza. Lo mismo se centran en testimonios de personas que han sido abducidas y arrojadas de vuelta a la playa de Cortadura en la noche de las barbacoas del Carranza, que te propone un salto en la historia a través del estudio de las cuevas rupestres.

Con una sensación mezclada entre escepticismo, intriga, un poco de miedo y escalofrío, he visto en Cuarto milenio casos como el de las caras de Bélmez, los misterios de las pirámides de Egipto, la cara oculta de Jesús de Nazaret, los mayores accidentes nucleares de la historia, las profecías de Nostradamus, el código Da Vinci, el exorcismo de cinco muchachas, tres niños que habían resucitado o que volvían a la vida tras permanecer en coma durante años, un gato que sólo se acurrucaba entre las piernas del que iba a fallecer, apariciones de monjas difuntas en ascensores de hospitales, sicofonías en manicomios abandonados, la mujer de la curva y un castillo donde vivían extraterrestres desde hacía dos décadas.

He de confesar que he tenido que terminar de ver alguno de estos programas presionando fuerte el muslo o la mano de mi consorte.

Algunas experiencias terroríficas narradas por personas normales, como tú y como yo, acompañadas por fotografías o grabaciones de audio son capaces de producir en el sugestionable telespectador la más aterradora de las emociones. Sin embargo, todavía a día de hoy no soy capaz de describir de forma coherente el efecto que produjo en mí la visualización del último capítulo, dedicado a las reliquias cristianas que andaban rodando y venerándose por el mundo.

Carmen Porter comenzó muy dispuesta ofreciendo una minuciosa información respecto a la sábana santa y el velo de la Verónica. Todo parece estar científicamente comprobado: la posición del cuerpo, la situación de los clavos, el tipo de tejido, la descarga energética que tuvo que producirse para que la tela se impresionase con la silueta del difunto...

Posteriormente, su compañero dio paso a las espinas de la corona, los clavos de los pies, las astillas de la cruz, la lanza que le atravesó el costado y hasta la esponja del vinagre. Parece ser que justo tras la crucifixión, cada uno optó por llevarse un recuerdo del momento, como el que fotografía el instante o se compra un souvenir para enseñárselo a los amigotes al llegar a casa. De modo que uno pilló cinco gotas de la sangre de Cristo que se veneran en una iglesia de Florencia; otro cogió un hilo de la tela con la que cubría sus partes y se encuentra en una vitrina de la catedral de Francia; otra pudo atrapar un pelo de Cristo, lo metió en una botellita y hace los milagros de los devotos de Castellón; otra mujer, que estuvo también en el barullo, empapó tres gotas de sudor del ajusticiado con un pañuelo que ha sido besado por todos los feligreses que fueron bautizados en la parroquia de un barrio perdido de Milán. Las localizaciones os las estoy contando un poco a voleo. Tendría que haber tomado apuntes.

El tema es que cada cual defiende la veracidad de sus restos y sus milagros como buenamente puede. Nadie se baja del burro, así que en total tenemos por el mundo sesenta y dos verdaderos dientes de leche del niño Jesús, astillas y palitos de la santa cruz como para fabricar cuatro arcas de Noé, seis manteles que se utilizaron en la santa cena, catorce cálices, mil cuchillos con los que se partió el último pan, la raspa de cuatro pijotas de cuando el milagro de los panes y los peces, incluso las uñas de los pies de cuando la Magdalena se los lavó.

La cosa se iba poniendo cada vez más interesante, así que me aproximé un poco más a la pantalla y subí el volumen para ver sobre qué otras reliquias podían hablar, porque ya no se me ocurría ninguna otra más.

Por lo visto, la palabra reliquia proviene de la palabra latina reliquus, que significa quedarse atrás. Es una parte del cuerpo de una persona, o todo él, venerado por algún motivo; o bien algún objeto que, por haber sido tocado por esa persona o por otros motivos, es digno de veneración.

Yo creo que, atendiendo a esta definición, todos en algún momento hemos atesorado alguna reliquia: una foto, un anillo o un objeto de alguien a quien queremos (o hemos querido) para intentar mantener el vínculo con esa persona a través del objeto. Es lo que se dice el valor sentimental de las cosas.

Hasta ahí, estamos de acuerdo. Pero una cosa es guardar en una cajita un mechón de cabello de tu hijo recién nacido para recordar los rizos con los que nació y otra muy diferente es guardar en un frasco la primera leche que brotó de tus pechos cuando te subieron a planta después de paritorio, el rescoldo de tu primera polución, el primer cagajón de tu retoño, el cordón umbilical o lo que sobró del prepucio cuando le practicaron la circuncisión.

La verdad es que hay gente para todo.

Mi amiga Carmela, sin ir más lejos, mantuvo durante diez años una relación muy especial con su gato. Ella es soltera y Bicho era su única compañía. Cuidaba al felino como si fuese su bebé: lo peinaba, lo acunaba, dormía con él como una niña abrazada a su peluche. Pero un fatídico día, Bicho se perdió. Cuando lo localizaron, en un veterinario de la localidad, no había nada que hacer. Bicho falleció al poco tiempo en los brazos de Carmela. Mi compañera pasó un duelo de aquí te espero. No sé si lo habría sentido tanto si se le hubiera muerto su madre. No tenía consuelo la pobrecita.

En fin, que era incapaz de separarse del cuerpo del felino que había sido su compañero durante una década. Habló durante un rato de la imposibilidad de enterrarlo ni de incinerarlo. No podía desprenderse de él. Quería quedarse con algún vestigio de su cuerpo, algo que la acompañase y que pudiera sostener entre sus manos en los momentos de dolor.

Tras darle muchas vueltas, pensó que le importaba todo un pepino. Que ella lo que quería era quedarse con el gato entero. Así que, ni corta ni perezosa, se puso en contacto con un taxidermista de El Arahal que se plantó allí en un periquete y se llevó al gato, más tieso que una mojama, en una neverita. Se lo devolvió a las dos semanas disecado, con los ojitos cerrados y enroscadito sobre un cojín de terciopelo.

Mi amiga se abrazó al monigote como si se tratase del amor de su vida. Lo acurrucó, lo besó y lo colocó en los pies de su cama. Ahí permanece desde entonces. Ella le habla y lo acaricia como si estuviese vivo. Yo, cada  vez que entro en su habitación, es que no puedo ni mirarlo de la grima que me da. 

Carmela está encantada. Me dice que en vez de tener un muñeco reborn, ella tiene a su gato, que es mucho más normal que fliparlo con un pedazo de silicona vestido de bebé. Yo qué sé. La cuestión es que así duerme cada noche, con Bicho sobre el edredón, con un ojito cerrado y el otro medio abierto. A veces, se desplaza con el trasiego del sueño y amanece en la mesita de noche, sobre la cabeza de Carmela, bajo la cama o entre las sábanas. Algo de lo más corriente.

Otro que dormía de una forma parecida a la de mi amiga era el generalísimo Franco. Se cuenta que se agenció la mano incorrupta de Santa Teresa, a la que se atribuían poderes milagrosos y demás bondades. Al principio, Francisco respetaba y honraba la reliquia con una verdadera devoción. La conservaba dentro de una urna de cristal y cada noche se arrodillaba ante ella para rendirle culto y pedirle su protección.

Con el paso de los años, fue cogiendo confianza con la mano. La paseaba por su casa fuera de la urna y la mostraba a los visitantes. Posteriormente, se refiere que Doña Carmen colgaba en ella sus collares y ensartaba sus anillos, como hacen muchas mujeres con las manos de porcelana que venden en el chino.
Hasta que, al final, terminó jugando con ella a Hola, Don Pepito, hola Don José. Le servía para rascarse las espaldas, de compañía en las noches de desvelos y hasta para acariciarse la calva en los momentos de reflexión. Cuentan las malas lenguas que la llamaba cariñosamente La Teresita. Se rumorea que nuestro caudillo abandonó este mundo con su mano derecha entrelazada con la mano de la santa, recordando todos los buenos momentos que habían vivido juntos.

A lo que iba. El programa continuaba.
Tras citar varias reliquias más relacionadas con fluidos corporales de santos y beatas, miembros embalsamados, cabezas incorruptas y demás lindezas, apareció la cola del burro en la que se montó Jesús (vulgo Borriquita), cinco gotas de la leche con la que María amamantó al niño y una pluma que se le habría caído al arcángel San Gabriel mientras batallaba con el diablo.

Al terminar con la retahíla, aparecieron imágenes de gente rezando ante botellas vacías. Yo, al principio no comprendí bien la escena y se me vino a la cabeza el chiste del lepero que siempre tenía una botella vacía en el frigorífico por si llegaba alguien de visita y no quería nada.

Por lo visto, la primera botella contenía un suspiro de San José y la otra, un estornudo del espíritu santo. La leyenda cuenta que dos ángeles recogieron tanto el suspiro como el estornudo y los custodiaron hasta que unos monjes las encontraron en Nazaret. Yo pensé que mi cabeza ya había llegado al grado máximo de asombro.

Iker y Carmen resultaban de lo más convincentes. El programa estaba culminando. Ambos se sentaron y nos recomendaron a los televidentes que nos acomodáramos igualmente para empaparnos bien de la historia que venía a continuación.

Yo llamé a mi marido, que estaba dándole los últimos toques a la cena, para que dejara lo que estaba haciendo y viniera a darme la mano. Nos colocamos los dos en el sofá, él en plan burlón y yo consumida por la histeria y el pavor. En la pantalla apareció José Manuel Serrano Cueto dispuesto a deleitarnos con la historia más oculta de Cádiz jamás contada, totalmente en primicia para nosotros.

-       - Y ya para terminar, presten mucha atención, porque vamos a presentar la reliquia más emblemática de nuestra religión: El santo prepucio. Encontrado nada más y nada menos que en la ciudad de Cádiz, en el barrio de la Viña, y cuya réplica exacta puede contemplarse en una vitrina de la Casa del terror y lo fantástico de la calle Beato Diego.


La explicación de este descomunal misterio es la siguiente:
A los ocho días, atendiendo al rito judío, el niño Jesús habría sido circuncidado. La matrona que asistió el evento guardó el pellejito en una jarra de alabastro llena de nardos para que se conservase. Se plantea el misterio teológico de que si Jesús ascendió al cielo con su cuerpo completo o si se dejó el prepucio atrás. Algunos piensan que el prepucio volvió a su cuerpo el día de la resurrección y que subió todo junto. Otros abanderan la idea de que primero subió el cuerpo y, a los dos o tres días, voló el prepucio solo, pero que se desvió un poco de la trayectoria y se convirtió en el anillo de Saturno. No veas.

Sea como fuere, tenemos restos del prepucio en la Basílica de San Juan de Letrán, en la catedral de Le Puy, en Santiago de Compostela, en Amberes y en un total de catorce vitrinas que han sido autentificadas como portadoras de la santa reliquia. Sin embargo, según el investigador, el resto que más veracidad nos ofrece atendiendo a las fuentes históricas es el aparecido en Cádiz y, debido a esta cuestión, se entiende perfectamente que a los oriundos del lugar se les conozca popularmente con el gentilicio de picha o pichita. Nos ahorramos comentarios innecesarios acerca del tamaño del miembro que debió tener el chiquillo para que diera de sí catorce relicarios. Como reza en el cartelito de la vitrina que presenta la réplica expuesta: Un bastinazo.

Aparte de su importancia física como reliquia, en ocasiones se ha asegurado que el Santo Prepucio ha aparecido en una famosa visión mística de Santa Catalina de Siena. En su visión, Jesús se casaba místicamente con ella, y le ponía su prepucio amputado como anillo de bodas.

Por otro lado, la Beata Sor Inés Blannbekin, un día, al comulgar, comenzó a rezar y a pensar en dónde estaría el prepucio. De repente sintió un pellejito, como una cáscara de huevo, de una dulzura completamente superlativa y se lo tragó. Apenas lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo y, una vez más, se lo zampó. Esto lo pudo hacer unas cien veces, no se especifica si en el mismo día o en diferentes ocasiones. Fue tan grande el dulzor cuando la beata ingirió el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros, especialmente en sus partes bajas, que se recubrieron inmediatamente de una salsa parecida a la que se prepara para el solomillo al whisky. 

Y con esto, terminó Cuarto milenio. Mi santo me puso por delante una tortilla francesa y unas finas lonchas de caña de lomo. Yo miré el plato y lo miré a él. Él soltó una carcajada. Me retiró el plato y se fue para la cocina cantando:

-       - Me voy a hacer un rosario, con tus dientes de marfil, para que pueda besarlo, cuando esté lejos de ti.

domingo, 11 de agosto de 2019

Estamos de remate




Acabo de cumplir nueve lustros y me he transformado de golpe en una señora.
De un día para otro, me ha atacado la ciática y he cambiado mi habitual postura veraniega de maja playera por un cruce de piernas bastante antagónico al de Instinto básico sobre la butaca.
Me ha embestido la presbicia y, capoteándola como puedo con mis flamantes gafas, se me ha puesto toda la cara de Rosa León cuando actuaba en La cometa blanca.
El entretenimiento que más placer me proporciona consiste en sentarme en un banco de la plazoleta a consumir cartuchos de altramuces como si no existiera un mañana. Engordo a pasos agigantados. Me contemplo en el espejo, escudriñando mis orondas lorzas. Me examino y pienso que, aun así, no estoy tan gorda para todo lo que como. Me despido de mi esperpéntica imagen con una risotada y me sirvo un tinto con naranja acompañado de un platito de patatas fritas al ajillo que me teletransportan al paraíso.
Me asomo al balcón en camisón con la misma pinta que El Greñudo, el Cristo al que parece que no le peinan la melena desde los años cuarenta. Así me entretengo, contemplando el ambiente de la destartalada plaza de abajo. Mi hijo Álvaro se hace mayor y, en una realidad futbolística, él juega al tenis que te cagas. Este verano, ha congeniado con un niño de San Sebastián que se llama Urko. Sus nombres chirrían en el aire cuando la abuela (amona para su nieto) y yo los llamamos a voces limpias para que se suban. Un gaditano expatriado y un vasco de adopción tienen poco que hacer en verano entre el Kevin, el Ale, el Gordo y el Cabeza. Pero así es la vida.
Los otros niños que aquí se dan cita, visten de su equipo y calzan medias de colores. Idolatrando a sus favoritos, fantasean con Cristiano Ronaldo, se rapan los laterales de la cocorota al cero y se tiñen de rubio la cresta de pavo real que les adorna el cerebro.
En este contexto de abducción colectiva traducido en chavales gritando, persiguiendo un balón para reventarlo a patadones, Álvaro y Urko tienen los santos cojones de aparecer por el campo luciendo un atuendo diferente: pantaloncillo y polo blanco inmaculado, muñequeras y felpa para el sudor de la frente, raqueta y pelotita amarilla. Pedazo de tipo.
Los rumores y cuchicheos no se hacen esperar. Las murmuraciones acompañan a las miradas inquisidoras. Sin embargo, a pesar de que dos extraterrestres acaban de desembarcar, nada parece alterarse en la plazoleta.
El blanco impoluto de sus vestimentas tenistas resplandece y ciega las bocas parpadeantes. Con una seguridad apabullante, Álvaro McEnroe y Urko Borg irrumpen en la improvisada cancha expropiada a los futbolísimos.
Como sólo tienen una raqueta para los dos, Urko lanza con la mano haciendo uso de una brutalidad impropia para su edad. Álvaro recibe la pelota vasca blandiendo su especie de guitarrón esquelético, propinando un golpe que se escucha en toda la periferia.
La plazoleta entera aguanta la respiración.
Un abuelo expectante acaba de quitarse la dentadura postiza y, liándola en un clínex como si fuera un cigarro, afirma que le están entrando los sudores fríos de la muerte contemplando el espectáculo. Por lo visto, al sacarse los dientes, no se sabe por qué ley de la física atmosférica, también se despoja de los calores, disminuyendo al instante su sensación térmica.
Una gaviota hambrienta acaba de atacar a un palomo en una esquina. Lo ha acorralado, le ha dado tres picotazos mostrando toda su ira y, vilmente, ha huido volando. El palomo se ha quedado cojo, revoloteando en el centro de la pista, esquivando como puede los lanzamientos extremos de los contrincantes. Se masca la tensión del momento.
Mi vecina, la que se supone que es gogó, también se ha asomado a la ventana, intrigada por el olor a testosterona que emana del asfalto. Por un instante, los ojos de la plazoleta se han clavado en otro blanco que no ha sido el de los inmaculados polos de los dos adversarios. El partido afloja y los comentarios registran ahora la cantidad de bótox que se ha puesto la Puri este verano. Yo me relajo comprobando lo fácil que cambian las lenguas de objetivo y lo fácil que se desvía la atención.
En esto que aparece Juan, melena al viento, haciendo uso de sus tics nerviosos y sus gestos compulsivos. Tras el último brote, el médico le ha retirado la medicación y le ha mandado que se bañe en La Caleta tres veces al día. Mucho mejor. Desde que falleció su madre, ya no es el mismo y a todos nos duele verlo tan calmado. Su huracán interior se ha entristecido y una calma fúnebre se apodera de sus convulsiones espasmódicamente. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, se ha detenido como un parroquiano más. Yo, por empatía, me he paralizado al verlo y he comenzado a emocionarme. Hacía años que no lo veía tan quieto. La intensidad del instante es tan única como extravagante. Álvaro y Urko nos tienen a todos con el alma en vilo.
A través de la pared del piso, se escucha perfectamente la homilía del vecino de al lado. Antonio ofrece conferencias gratuitas a su esposa cada tarde. Él es pastor evangelista o protestante, no recuerdo bien, y su mujer, Elvira, la más beata de nuestra parroquia. Forman el tándem perfecto. La hora de la particular misa casera es variable, atendiendo al viento que sople en ese momento. Las tardes de levante, al sacerdote de corazón le entra el siroco en el cuerpo y se le suelta la verborrea que da fatiga oírlo. Ella se persigna cuando lo ve venir calentando la mandíbula y se encomienda al cielo ante el irrefrenable avenate de oratoria que le espera.
El locuaz esposo ofrece sus avanzadas doctrinas vehementemente. Durante un tiempo, se mantiene incubando la información, procesando sus interminables lecturas y, luego, llegado el punto de la eclosión, los datos almacenados parecen estallar en su cerebro como fuegos artificiales que nos iluminan a todos con su pertinaz alarde de conocimiento.
A pesar de lo incomprensible de la selección temática objeto de su particular interés, los inquilinos colindantes pegamos la oreja con la curiosidad del que se asoma por el hueco de la cerradura de enfrente. A veces, su discurso resuena singularmente en todo el bloque: los peligros de las ondas electromagnéticas se ciernen sobre nuestras cabezas y el apocalipsis está a punto de llegar; el agua del grifo contiene miles de bacterias asesinas que se alojan en nuestro estómago y nos carcomen con nocturnidad y alevosía; la masculinidad desaparece a pasos agigantados y la testosterona se encuentra en peligro de extinción; nuestro sistema educativo se descompone y no aprendemos nada de Finlandia o…el tema que ha tocado hoy: por qué no pueden colocarse las botellas de agua en el suelo.
Con gran revuelo, acompasadas con la agitación producida por el partidazo de abajo, sus palabras se introducen incomprensiblemente en nuestros oídos produciendo aún más estupor.
Antonio vocifera, propasándose en decibelios:
- Nuestro suelo es el mismísimo Lucifer, infestado de porquería, capaz de perforar el envase de plástico invisiblemente con la fuerza de un tifón y contaminar el agua que bebemos con más virus y microorganismos patógenos que los que podemos encontrar en la taza del váter. Y tú, mujer, tienes terminantemente prohibido depositar cualquier tipo de envase de plástico sobre el suelo o moriremos todos de envenenamientos diversos y toda la culpa recaerá sobre ti por siempre jamás.
La beata, postrada en su silla de ruedas, a veces atina a colocarse los tapones de los oídos disimuladamente y las dos horas de argumentación ininterrumpida transcurren pensando en las musarañas. En peores ocasiones, el tsunami verbal la pilla de improviso, así que la observamos a través de los visillos con una mueca torcida, aguantando el gesto y entreteniéndose mientras dura el sermón realizando los ejercicios Kegel y corroborando una y otra vez:
-Amén, Antonio, Amén.
Esos días, los vecinos aprovechamos para cuadrar nuestra propia porra con señas parecidas al lenguaje de sordomudos en versión de barrio y apostar si la vecina aguantará estoicamente el chaparrón o se tirará rodando por las escaleras con sillita incluida.
El público parece que está perdiendo el interés por la pelota amarilla y alguno comienza a notar los síntomas de una contractura en las cervicales por tanto mirar de un lado a otro de la improvisada pista.
Álvaro y Urko lo perciben y se guiñan un ojo como diciendo “ya está bien por hoy”.
Lentamente, se van aproximando sin dejar de batirse. Un drive, un revés, servicio, la volea, el globo y…finalmente, el último remate de Álvaro. Precioso remate, señoras y señores, con el que concluye este espectacular partido.
Lejos de enfadarse, Urko corre a abrazar a su contrincante y toda la plazoleta explota en una ovación desenfrenada:
-Iiiiiiiii- ín. ¡Cabrón!
Los niños alzan sus manos como toreros que hubieran rematado su faena cortando las dos orejas y el gentío les aplaude de manera histriónica.
El abuelo seca sus sudores con el pañuelo del bolsillo e, ipso facto, su dentadura cae al suelo. El palomo cojo la atrapa al vuelo pensando que es una rebanada de pan y se aleja, ya más repuesto, con ella en el pico cual ramita de olivo.
La Puri, sobrexcitada, brinca de alegría, regalándonos uno de sus pechos que se escapa virulento del escote de su combinación.
Juan salta en el aire, dando volteretas sin manos y, en una de ellas, se golpea la frente contra un chino del pavimento abriéndose una brecha. No brota mucha sangre, lo justo para que se desmaye y alguien llame al 112 por una causa noble, no por cachondeo.
Antonio ha interrumpido momentáneamente su discurso para asomarse al balcón. Elvira, milagrosamente, se ha levantado de su silla y se ha tomado un gelocatil aprovechando el despiste y la pausa.
Yo he sacado la bandera del Cádiz y, agitándola como la que está sacudiendo un mantel, he comenzado a gritar asomando medio cuerpo por la ventana. No sé muy bien lo que estoy haciendo. En esta colmena efervescente, la plazoleta y el barrio, cada cual ocupa su hilarante lugar con el debido respeto, pero hoy nos estamos volviendo especialmente locos de remate. Será que va a saltar el levante. Algo estamos barruntando.
Lejos de acabar en pelea, como algunos vaticinaban, el norte y el sur de España se alejan en posición de compadre, con los brazos por encima del hombro en plan cuadrilla o chirigota, según se mire.
El abuelo desdentado abraza a Juan y lo consuela, taponándole la herida con el mismo pañuelo que envolvía la dentadura y con el que se ha secado los sudores. La Puri se precipita escaleras abajo, excesivamente contenta, para recibir el calor humano de la plazoleta en directo. El palomo acaba de cagarse en la ropa que tengo tendida y Antonio y Elvira, sin saber muy bien por qué, se están comiendo la boca.
Álvaro y Urko saludan a la afición. Sólo una voz sobresale entre la muchedumbre, la mía, que acaba de aclararse con el tercer tinto de la tarde y ya está lista para cantar alzando el vaso de tubo sobre el tendedero:
-Señores, vámonos que nos vamos. Que el Carranza es pasado mañana. Que este año juegan las mujeres y la vamos a liar. Si es que estamos de remate. Niños, viva el tenis y viva la madre que os parió:
Me han dicho que el amarillo
está maldito pa' los artistas,
y este color sin embargo
es gloria bendita para los cadistas.
Aunque reciben a cambio
todo un calvario de decepciones,
de amarillo se pintan la cara,
amarillos son sus corazones.
Han dado su vida y sus gargantas,
siguiendo a donde haga falta
al Cádiz de sus amores.
Ratatatata ratatatatá
benditos sean los que llenan de esperanza,
ratatatata ratatatatá
cada rincón, cada escalón de mi Carranza.
Sin importarles que nunca,
vayan a ser campeones
han conseguido el respeto,
de toda España, por estos colores.
Por eso viva mi Cádiz, vivan los cadistas, vivan sus cojones
.

lunes, 22 de julio de 2019

Las cosas del verano




Entre tinto y tinto pueden pasar muchas cosas. Las que somos madres y correteamos detrás de los niños con un buche en la boca lo sabemos. Yo es que ya ni me acuerdo de lo que era sentarse en un velador, colocar las piernas disimuladamente sobre la silla de en frente y empaparme el gaznate y el espíritu con la espumita helada de una cerveza de barril. Sólo de pensarlo se me saltan los lagrimones.

Ahora mis cañas y mis tapas aparecen impregnadas de un estado de alerta que yo nunca antes había conocido. Ya no voy mirando si el sitio está bien, ponen buena música, tiene bonitas vistas al mar y pescaíto fresco, sino si hay suficiente espacio para salir corriendo en caso de que el niño se caiga de boca o le tire un cacharrito a algún cliente, cosa que parece que se ha puesto de moda ahora. No hay una terraza en la que nos “sentemos” en la que no llueva un muñequito de Peppa Pig en lo alto de la ensaladilla, en la que una pala o un rastrillo voladores no derriben el vaso de tubo sobre mi falda o en la que la chocolatina derretida de turno no se pose sobre la tortillita de camarones recién hecha.

Para colmo, con las telas tan finas con las que hacen los vestidos veraniegos, en cuanto que te cae una cerveza encima, se te transparenta todo, con lo que una va dando el espectáculo, primero por sucia y luego por exhibicionista.

Yo, respecto a esto último, ya he terminado por perder la vergüenza directamente y, lo mejor de todo, es que cada vez me estoy encontrando con más gente que va en el mismo plan, así que como dice el refrán, después de perdidos, al río. O como diría la divina, a mí plin, yo soy Ordóñez Dominguín.

La verdad es que cuando una se quita de un plumazo los pudores invernales, siente como si soltara un peso moral a la vez que corporal, de ropa, de mente y de todo. Vamos, que hasta el pescaíto te sabe más rico y no te importa tanto que la Peppa Pig se te meta en el plato cada vez que le sale a ella de su corazón.

Toda esta sinvergonzonería germinó en mí cuando empecé a juntarme en la playa con más gente que tiene niños, con lo que conlleva esto: pelotas volando, peleas en la arena, cubos de agua peregrinos, algas en la cabeza como si fuesen pelucas, carreras espontáneas al estilo de Pamela Anderson, algún tropezón con una piedra de la orilla, inclinaciones constantes, genuflexiones esporádicas, aberturas de piernas imprevistas, cuclillas, agachadillas, un niño que trepa por tu sujetador porque ha visto la aleta de un tiburón imaginario…

Antes de verme en este plan, a veces yo me aburría en la playa y me ponía a contemplar la actividad incansable de las madres con los niños. Muchas veces observaba las escenas y me entretenía desde la distancia pensando:
- “A la mujer se le está viendo toda la teta y nadie le dice nada”.
- “Esta va ya con la parte de abajo del bikini por media pierna y sigue corriendo detrás de la pelotita”.
- “A esta pobre le veo yo hasta el píloro cada vez que se agacha a coger un cubito de agua en la orillita”.
- “Hay que ver el niño, los jalones del pareo que le está metiendo a su madre, no va a parar hasta que la deje en pelotas, míralo, la dejó…”

Así podía pasarme ratos y ratos, ajena totalmente a la película que admiraba desde mi tumbona como la que está viendo un cine de verano.

Lo mismo todo esto que me pasa ahora es castigo de Dios, como dicen en mi barrio, por haber sido tan mala persona de pensamiento. Sin embargo, ahora que me veo yo de protagonista de la peliculita…la verdad es que no tiene tanto chiste.

Lo que sí que me hace gracia es que los hombres se van incorporando poco a poco a esta labor de briega infantil playera. Este reparto solidario me congratula y me llena de satisfacción. Por una parte, por el tema de la paridad y todo eso, pero, por otra… lo que me encanta es ver que a ellos también se les descompone el palmito, el bañador, la huevera y hasta las entretelas cuando se ponen por derecho con su descendencia.

Yo al principio tenía un dilema muy grande:
- “Se lo digo o no se lo digo…”

 Pero luego… una vez que pensé en todas las madres que a lo largo de su historia veraniega han estado enseñando involuntariamente agosto tras agosto desde los flecos de las entrepiernas hasta el cerete a través del tanga, la pechera por debajo de los aros del sostén o el chumino mismo intentando meterse en el flotador del niño por hacer la gracia…

Anda hombre y viva el silencio administrativo.

Yo ahora estoy morena a parches, porque con tanto trasiego no tengo asiento ni para extenderme bien la protección solar.

Hay muchas compañeras de fatigas que están igual que yo. Sin embargo, también hay muchos padres de familia que se están uniendo a la pandilla, compartiendo tareas, juegos, sudores, carrerones…y por qué no decirlo, también están compartiendo su circuncisión cada vez que dan una voltereta para divertir al niño, su orificio anal cuando se van a coger cangrejos y el niño se agarra al bañador para no caerse, la cicatriz de la operación de apendicitis y hasta el tatuaje secreto que nada más que conocían su mujer y él.

En fin…yo me lo tomo como una pequeña justicia visual que todas nos merecíamos ¿O no?

Esta cervecita va por vosotras, amigas caleteras. Tomárosla rapidita antes de que lleguen vuestros terremotos.

domingo, 30 de junio de 2019

Código de pañuelos



Hace poco acompañé a una amiga que estaba pasando una mala racha a un local como el que era el Veinte en sus buenos tiempos. Todo un clásico, liberal y moderno hasta decir basta.

Ella andaba algo despechada porque su compañera la había dejado. Lo que le apetecía era despejarse un poco, estar en su ambiente, pero no sola. Así que como yo perdí en el parto la poca vergüenza que me quedaba, me ofrecí a ser su acompañante por una noche. De este modo, si nos la encontrábamos, ella podría darle celos con “la nueva”.

Un pañuelo al cuello puede denotar faranduleo, como en el caso de Pablo Alborán o Jesús Quintero. También puede ocultar el chupetón que te hicieron la otra noche o simplemente intentar arreglar una laringitis mal curada.

Lo que yo no sabía era que en algunos locales como en el que estábamos existía igualmente un código que utiliza los pañuelos como signos de comunicación. Por lo visto, dependiendo del color que tenga el pañuelo y del lugar en el bolsillo o en el cuerpo, indica por ejemplo si vas dispuesto a una masturbación, a una sesión de sadomasoquismo, si eres vagón o vagoneta o si te pone la coprofilia.

Es algo como el lenguaje decimonónico de los abanicos, pero con algunos matices. Su principal función es comunicar a los demás tus preferencias eróticas sin tener que hacerlo verbalmente.

La cuestión es que yo esa noche llevaba un pañuelo al cuello por cuestiones personales que no vienen al caso, pero mi amiga no me había comentado nada de todo lo que esto podía acarrear. La noche prometía, pero de verdad.

Al rato de pulular por allí, después de algún cubata que otro y rozamientos casuales por doquier, medio que me acorrala en la barra una muchacha y comienza a susurrarme algo que no entendía pronunciado en una lengua ebria. Después de mesarme los cabellos y ponerse a jugar con el pico de mi pañuelo, yo traduzco que lo que quería era interesarse por mi cuello o el pañuelo o no sé muy bien qué, pero tenía que ver con la zona.

Total, que, al crecer el interés de la chica tras varias evasivas mías, cedo en contarle por qué llevo puesto un pañuelo esa noche alrededor del cuello.

Durante este año me han brotado varias verrugas en el cuello. Verrugas pequeñas, sin importancia, pero que me estaban dando la lata porque se me estaban poniendo de punta y parecían incipientes caracolillos a punto de echar a andar.

Pedí cita en el dermatólogo para consultarle el tema de quitármelas, pero iba a tardar muchísimo en atenderme.
Iba a llegar el verano y a estar yo con el cuello adornado con una ristra de verrugas como si fuera la bruja de Blancanieves. Así que comencé a buscar información en páginas sobre medicina natural y remedios caseros, intentando encontrar una solución alternativa a la tardanza del dermatólogo.

De esta manera, encontré un remedio que consistía en untarte un diente de ajo en la verruga durante una o dos semanas hasta que esta se secase y se cayese sola. Me decidí y comencé el tratamiento, pero al ver que así y todo iba a tardar mucho, decidí en lugar de frotarme el ajo, dormir toda la noche con una rebanada de ajo pegada con cinta adhesiva al cuello. Bueno, una por cada verruga.

Al principio picaba un poco, pero como para presumir hay que sufrir, yo aguantaba el tirón cada noche observando cómo se iba enrojeciendo la zona afectada y mi pareja se mostraba algo distante conmigo. Se supone que a los cuatro o cinco días ya estaría el problema solucionado, sin embargo, la piel lacerada comenzó a sangrarme y a infectarse un poco. Así que, al tratamiento del ajo, uní el del Betadine para curarme las heridas que se me habían formado con el ácido del ajo.

Las verrugas se fueron desprendiendo solas, pero la piel de alrededor también. Como así no podía salir a la calle, me comencé a colocar una tirita transparente para tapar las llagas y que la gente no se creyese que me había caído aceite hirviendo por encima o que un vándalo había intentado estrangularme para robarme, violarme y a saber cuántas cosas más.

Lo que ocurrió fue que las tiritas que tenía en casa eran de las fuertes, de las resistentes al agua y, al arrancármelas, me hice todavía más daño del que tenía ya hecho, desgajando una tercera circunferencia de pellejo que creaba un efecto leproso que tiraba para atrás.

-Tras toda esta explicación, comprenderás ya por qué vengo con un pañuelo en el cuello.

Ella se sonrió. Me miró con algo de complicidad y mucho de incredulidad. Me preguntó si yo era versátil. Yo le contesté que sí, que yo desde pequeña había sido siempre un montón de versátil. 

Me zampó un muerdo que tardé dos páginas webs de historia gay en entender. 
Y, cuando lo entendí, me encantó.