domingo, 11 de agosto de 2019

Estamos de remate




Acabo de cumplir nueve lustros y me he transformado de golpe en una señora.
De un día para otro, me ha atacado la ciática y he cambiado mi habitual postura veraniega de maja playera por un cruce de piernas bastante antagónico al de Instinto básico sobre la butaca.
Me ha embestido la presbicia y, capoteándola como puedo con mis flamantes gafas, se me ha puesto toda la cara de Rosa León cuando actuaba en La cometa blanca.
El entretenimiento que más placer me proporciona consiste en sentarme en un banco de la plazoleta a consumir cartuchos de altramuces como si no existiera un mañana. Engordo a pasos agigantados. Me contemplo en el espejo, escudriñando mis orondas lorzas. Me examino y pienso que, aun así, no estoy tan gorda para todo lo que como. Me despido de mi esperpéntica imagen con una risotada y me sirvo un tinto con naranja acompañado de un platito de patatas fritas al ajillo que me teletransportan al paraíso.
Me asomo al balcón en camisón con la misma pinta que El Greñudo, el Cristo al que parece que no le peinan la melena desde los años cuarenta. Así me entretengo, contemplando el ambiente de la destartalada plaza de abajo. Mi hijo Álvaro se hace mayor y, en una realidad futbolística, él juega al tenis que te cagas. Este verano, ha congeniado con un niño de San Sebastián que se llama Urko. Sus nombres chirrían en el aire cuando la abuela (amona para su nieto) y yo los llamamos a voces limpias para que se suban. Un gaditano expatriado y un vasco de adopción tienen poco que hacer en verano entre el Kevin, el Ale, el Gordo y el Cabeza. Pero así es la vida.
Los otros niños que aquí se dan cita, visten de su equipo y calzan medias de colores. Idolatrando a sus favoritos, fantasean con Cristiano Ronaldo, se rapan los laterales de la cocorota al cero y se tiñen de rubio la cresta de pavo real que les adorna el cerebro.
En este contexto de abducción colectiva traducido en chavales gritando, persiguiendo un balón para reventarlo a patadones, Álvaro y Urko tienen los santos cojones de aparecer por el campo luciendo un atuendo diferente: pantaloncillo y polo blanco inmaculado, muñequeras y felpa para el sudor de la frente, raqueta y pelotita amarilla. Pedazo de tipo.
Los rumores y cuchicheos no se hacen esperar. Las murmuraciones acompañan a las miradas inquisidoras. Sin embargo, a pesar de que dos extraterrestres acaban de desembarcar, nada parece alterarse en la plazoleta.
El blanco impoluto de sus vestimentas tenistas resplandece y ciega las bocas parpadeantes. Con una seguridad apabullante, Álvaro McEnroe y Urko Borg irrumpen en la improvisada cancha expropiada a los futbolísimos.
Como sólo tienen una raqueta para los dos, Urko lanza con la mano haciendo uso de una brutalidad impropia para su edad. Álvaro recibe la pelota vasca blandiendo su especie de guitarrón esquelético, propinando un golpe que se escucha en toda la periferia.
La plazoleta entera aguanta la respiración.
Un abuelo expectante acaba de quitarse la dentadura postiza y, liándola en un clínex como si fuera un cigarro, afirma que le están entrando los sudores fríos de la muerte contemplando el espectáculo. Por lo visto, al sacarse los dientes, no se sabe por qué ley de la física atmosférica, también se despoja de los calores, disminuyendo al instante su sensación térmica.
Una gaviota hambrienta acaba de atacar a un palomo en una esquina. Lo ha acorralado, le ha dado tres picotazos mostrando toda su ira y, vilmente, ha huido volando. El palomo se ha quedado cojo, revoloteando en el centro de la pista, esquivando como puede los lanzamientos extremos de los contrincantes. Se masca la tensión del momento.
Mi vecina, la que se supone que es gogó, también se ha asomado a la ventana, intrigada por el olor a testosterona que emana del asfalto. Por un instante, los ojos de la plazoleta se han clavado en otro blanco que no ha sido el de los inmaculados polos de los dos adversarios. El partido afloja y los comentarios registran ahora la cantidad de bótox que se ha puesto la Puri este verano. Yo me relajo comprobando lo fácil que cambian las lenguas de objetivo y lo fácil que se desvía la atención.
En esto que aparece Juan, melena al viento, haciendo uso de sus tics nerviosos y sus gestos compulsivos. Tras el último brote, el médico le ha retirado la medicación y le ha mandado que se bañe en La Caleta tres veces al día. Mucho mejor. Desde que falleció su madre, ya no es el mismo y a todos nos duele verlo tan calmado. Su huracán interior se ha entristecido y una calma fúnebre se apodera de sus convulsiones espasmódicamente. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, se ha detenido como un parroquiano más. Yo, por empatía, me he paralizado al verlo y he comenzado a emocionarme. Hacía años que no lo veía tan quieto. La intensidad del instante es tan única como extravagante. Álvaro y Urko nos tienen a todos con el alma en vilo.
A través de la pared del piso, se escucha perfectamente la homilía del vecino de al lado. Antonio ofrece conferencias gratuitas a su esposa cada tarde. Él es pastor evangelista o protestante, no recuerdo bien, y su mujer, Elvira, la más beata de nuestra parroquia. Forman el tándem perfecto. La hora de la particular misa casera es variable, atendiendo al viento que sople en ese momento. Las tardes de levante, al sacerdote de corazón le entra el siroco en el cuerpo y se le suelta la verborrea que da fatiga oírlo. Ella se persigna cuando lo ve venir calentando la mandíbula y se encomienda al cielo ante el irrefrenable avenate de oratoria que le espera.
El locuaz esposo ofrece sus avanzadas doctrinas vehementemente. Durante un tiempo, se mantiene incubando la información, procesando sus interminables lecturas y, luego, llegado el punto de la eclosión, los datos almacenados parecen estallar en su cerebro como fuegos artificiales que nos iluminan a todos con su pertinaz alarde de conocimiento.
A pesar de lo incomprensible de la selección temática objeto de su particular interés, los inquilinos colindantes pegamos la oreja con la curiosidad del que se asoma por el hueco de la cerradura de enfrente. A veces, su discurso resuena singularmente en todo el bloque: los peligros de las ondas electromagnéticas se ciernen sobre nuestras cabezas y el apocalipsis está a punto de llegar; el agua del grifo contiene miles de bacterias asesinas que se alojan en nuestro estómago y nos carcomen con nocturnidad y alevosía; la masculinidad desaparece a pasos agigantados y la testosterona se encuentra en peligro de extinción; nuestro sistema educativo se descompone y no aprendemos nada de Finlandia o…el tema que ha tocado hoy: por qué no pueden colocarse las botellas de agua en el suelo.
Con gran revuelo, acompasadas con la agitación producida por el partidazo de abajo, sus palabras se introducen incomprensiblemente en nuestros oídos produciendo aún más estupor.
Antonio vocifera, propasándose en decibelios:
- Nuestro suelo es el mismísimo Lucifer, infestado de porquería, capaz de perforar el envase de plástico invisiblemente con la fuerza de un tifón y contaminar el agua que bebemos con más virus y microorganismos patógenos que los que podemos encontrar en la taza del váter. Y tú, mujer, tienes terminantemente prohibido depositar cualquier tipo de envase de plástico sobre el suelo o moriremos todos de envenenamientos diversos y toda la culpa recaerá sobre ti por siempre jamás.
La beata, postrada en su silla de ruedas, a veces atina a colocarse los tapones de los oídos disimuladamente y las dos horas de argumentación ininterrumpida transcurren pensando en las musarañas. En peores ocasiones, el tsunami verbal la pilla de improviso, así que la observamos a través de los visillos con una mueca torcida, aguantando el gesto y entreteniéndose mientras dura el sermón realizando los ejercicios Kegel y corroborando una y otra vez:
-Amén, Antonio, Amén.
Esos días, los vecinos aprovechamos para cuadrar nuestra propia porra con señas parecidas al lenguaje de sordomudos en versión de barrio y apostar si la vecina aguantará estoicamente el chaparrón o se tirará rodando por las escaleras con sillita incluida.
El público parece que está perdiendo el interés por la pelota amarilla y alguno comienza a notar los síntomas de una contractura en las cervicales por tanto mirar de un lado a otro de la improvisada pista.
Álvaro y Urko lo perciben y se guiñan un ojo como diciendo “ya está bien por hoy”.
Lentamente, se van aproximando sin dejar de batirse. Un drive, un revés, servicio, la volea, el globo y…finalmente, el último remate de Álvaro. Precioso remate, señoras y señores, con el que concluye este espectacular partido.
Lejos de enfadarse, Urko corre a abrazar a su contrincante y toda la plazoleta explota en una ovación desenfrenada:
-Iiiiiiiii- ín. ¡Cabrón!
Los niños alzan sus manos como toreros que hubieran rematado su faena cortando las dos orejas y el gentío les aplaude de manera histriónica.
El abuelo seca sus sudores con el pañuelo del bolsillo e, ipso facto, su dentadura cae al suelo. El palomo cojo la atrapa al vuelo pensando que es una rebanada de pan y se aleja, ya más repuesto, con ella en el pico cual ramita de olivo.
La Puri, sobrexcitada, brinca de alegría, regalándonos uno de sus pechos que se escapa virulento del escote de su combinación.
Juan salta en el aire, dando volteretas sin manos y, en una de ellas, se golpea la frente contra un chino del pavimento abriéndose una brecha. No brota mucha sangre, lo justo para que se desmaye y alguien llame al 112 por una causa noble, no por cachondeo.
Antonio ha interrumpido momentáneamente su discurso para asomarse al balcón. Elvira, milagrosamente, se ha levantado de su silla y se ha tomado un gelocatil aprovechando el despiste y la pausa.
Yo he sacado la bandera del Cádiz y, agitándola como la que está sacudiendo un mantel, he comenzado a gritar asomando medio cuerpo por la ventana. No sé muy bien lo que estoy haciendo. En esta colmena efervescente, la plazoleta y el barrio, cada cual ocupa su hilarante lugar con el debido respeto, pero hoy nos estamos volviendo especialmente locos de remate. Será que va a saltar el levante. Algo estamos barruntando.
Lejos de acabar en pelea, como algunos vaticinaban, el norte y el sur de España se alejan en posición de compadre, con los brazos por encima del hombro en plan cuadrilla o chirigota, según se mire.
El abuelo desdentado abraza a Juan y lo consuela, taponándole la herida con el mismo pañuelo que envolvía la dentadura y con el que se ha secado los sudores. La Puri se precipita escaleras abajo, excesivamente contenta, para recibir el calor humano de la plazoleta en directo. El palomo acaba de cagarse en la ropa que tengo tendida y Antonio y Elvira, sin saber muy bien por qué, se están comiendo la boca.
Álvaro y Urko saludan a la afición. Sólo una voz sobresale entre la muchedumbre, la mía, que acaba de aclararse con el tercer tinto de la tarde y ya está lista para cantar alzando el vaso de tubo sobre el tendedero:
-Señores, vámonos que nos vamos. Que el Carranza es pasado mañana. Que este año juegan las mujeres y la vamos a liar. Si es que estamos de remate. Niños, viva el tenis y viva la madre que os parió:
Me han dicho que el amarillo
está maldito pa' los artistas,
y este color sin embargo
es gloria bendita para los cadistas.
Aunque reciben a cambio
todo un calvario de decepciones,
de amarillo se pintan la cara,
amarillos son sus corazones.
Han dado su vida y sus gargantas,
siguiendo a donde haga falta
al Cádiz de sus amores.
Ratatatata ratatatatá
benditos sean los que llenan de esperanza,
ratatatata ratatatatá
cada rincón, cada escalón de mi Carranza.
Sin importarles que nunca,
vayan a ser campeones
han conseguido el respeto,
de toda España, por estos colores.
Por eso viva mi Cádiz, vivan los cadistas, vivan sus cojones
.

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