martes, 23 de octubre de 2018

Objetos Perdidos





El Ayuntamiento de La Carlota (Córdoba) junto con la revista literaria ‘Sueños de Papel’, convocó recientemente el I Premio de Relato Corto ‘Manuel Sánchez-Sevilla’, que homenajea al escritor, fallecido hace ahora un año.


Se le recuerda trabajando hasta el último minuto e inmerso en lo que más amaba: la literatura y la comunicación. Manuel Sánchez Sevilla, pseudónimo de José Manuel Sánchez Rodríguez, fue presidente de la Asociación Cultural “Papel y Tinta” de Écija, escritor y editor, docente y promotor de la Feria del Libro de varias localidades de la provincia de Córdoba y Sevilla.

Va por él este homenaje y por todos los que nos dejan su corazón entre los libros.
Es un gran honor para mí presentaros el texto ganador de este certamen. Con todos ustedes:


Objetos perdidos

Durante la limpieza de una caseta, puede aparecer cualquier cosa. La gente se deja olvidado de todo.

Nosotros, sin ir más lejos, montando y desmontando módulos, tubos y lonas, hemos encontrado muletas y bastones, seguramente pertenecientes a cojos psicológicos; carritos de bebés que echarían a andar en la feria; paraguas inservibles tras un rayo de sol; las gafas de los que recuperaron su vista ante algún libro milagroso; sombreros de los que se lleva el viento; llaves, guitarras, bicicletas, un perro, la banda de una despedida de soltera y hasta audífonos de pega para espantar a los charlatanes.

En alguna ocasión, se han producido hallazgos verdaderamente estremecedores. Recuerdo el día en el que encontramos un peluche que tenía marcada la huella de la manita de su dueño en el sitio por donde solía sostenerlo. Del cuello le colgaba una placa plastificada con una inscripción: Lolo.

Fue encontrarlo y aparecer a los dos minutos una madre desbocada arrastrada por un niño furibundo que agitaba los brazos al viento mientras gritaba: “Mío, mío”.

La entrega del muñeco aconteció como un programa de Paco Lobatón.

El niño y el Lolo se fundieron en un estrepitoso abrazo, bajo la atenta mirada de la emocionada mujer que nos daba las gracias una y otra vez. Cada uno de nosotros, al contemplar las lágrimas de ambos, se vio envuelto en una regresión momentánea en la que apareció de pronto la imagen de nuestro peluche de la infancia, nuestra mantita o aquel querido chupete que, un día, se llevó un gato en la boca.

Se nos representó también la escena de la película Náufrago en la que el protagonista pierde a su compañero de viaje, un monigote fabricado con una pelota. Allí vimos al niño, como Tom Hanks, angustiado en mar abierto, sumergido en una tempestad de llanto, con esa voz quebrada de rabia y amor: “Wilson, lo siento”; “Lo siento, Lolo, nunca más volverá a pasar”.

A pesar de estos momentos tan emotivos, he de confesar que, para mí, lo más excitante es encontrarme una prótesis.

Uno piensa que, en la feria del libro, dedicada a personas amantes de la cultura y la lectura, no es usual ponerse ciego de rebujito (certera conclusión, por cierto). Sin embargo, y a pesar de que los visitantes no paseen ebrios por el recinto, alguno de ellos se deja la cabeza en un expositor, junto a su libro favorito, ese que al final no compró y sobre el que colocó, sin saber muy bien por qué, su dentadura postiza.

En otra feria diferente, estando ya prácticamente en el ecuador de sus días, mientras sacudíamos expositores y mostradores e intentábamos organizar cajas de libros, se oyó de pronto un grito de espanto. Al apartar con el pie una estantería pequeña, cayó al suelo una pelotita que a simple vista parecía una canica algo más grande de lo normal.

Al agacharme a recogerla y verme con la bola en la mano, di tal respingo que resbalé de culo sobre la sección de novelas de terror. La esfera vidriosa resultó ser un ojo de cristal. Mi alarido transmitió el sobresalto a mis compañeros, que, de momento, se convirtieron en lo que viene a ser un coro contemporáneo de voces mixtas.

Una de mis colegas quiso observarlo detenidamente. Cogió el ojo y lo acurrucó entre sus manos con cuidado, como la que sostiene un pajarito, pero, de repente, el pánico se apoderó de ella y el pelote escapó de un brinco cual preso en libertad provisional.

Mi sobrino, que es un mamarracho de criatura y que trabaja conmigo, atrapó el ojo al vuelo y dio lugar a un número malabar que no se lo salta un galgo.

De buenas a primeras, se lo colocó a la altura del orificio anal por encima de su pantalón vaquero y, como buen emprendedor de hoy en día, se inventó un negocio: la rumpología inversa.

Se situó en un estand que había quedado libre y empezó a decirle a todo el que pasaba que era capaz de ver el futuro con su ojo del culo mágico. Parecerá una ordinariez, pero el chaval se expresaba con tal gracia, que la gente se acercaba a que le viera el futuro a través de su ojo vago a cambio de la voluntad.

Daba palique a los viandantes contándole trolas acerca de que había estudiado en la escuela de Jacqueline Stallone, la madre de Rambo (que por lo visto es una fenómena en el arte de leer las nalgas) y que había sido instruido por los mejores en este desconocido arte de la nalgomancia indirecta o la rumpología inversa.

Explicaba que lo que estaba de moda era que algunos videntes leyeran las arrugas del ano y auscultasen el lado derecho del glúteo para establecer correspondencia con el hemisferio cerebral izquierdo y viceversa. Sin embargo, su proceso era invertido: no es que él leyera el culo a la gente, sino que su ojo del culo mágico veía el futuro de las personas en sí. Se trataba de un cambio de dirección, una técnica mucho más novedosa y menos lasciva, dónde va a parar.

Mi sobrino, que no tiene vergüenza ni tampoco la ESO, que sigue siendo un mamarracho y que, como os he contado anteriormente, trabaja conmigo, lee todo lo que cae en su mano. Así que, con su cultura de estar por casa, establecía unas conversaciones interesantísimas sobre la fisura que separa ambas posaderas y sus diferentes interpretaciones.

Los asistentes al estand del ojo de cristal nigromante, pagaban gustosos la voluntad a cambio de tres tonterías sacadas del horóscopo del periódico o una charla sobre Jodorowsky y su etapa de lectura de anos en París.

Tras el esperpéntico vaticinio, recomendaba los libros que le salían del ojo, propiamente dicho, así que de allí zarpaba lo mismo Este morir a gotas que Soseki
El tesoro del Alcázar o La cocina de Txumari. El negocio iba viento en popa.

Nosotros nos tomábamos sus intervenciones con mucho respeto, de manera que, como el dueño del ojo nunca volvió a recogerlo, decidimos meterlo en la caja de los objetos perdidos que llevamos de feria en feria por si acaso alguien viene a buscarnos con el fin de recuperar ya sean sus llaves, su cartera, el pañuelo, la dentadura o el paraguas.

Hace poco, vino a visitarnos el autor de uno de los libros que había vendido mi sobrino.

Tras terminar su presentación, el chico se le acercó con guasa para enseñarle el numerito del ojo que todo lo predice. Entre risas, concluyeron que el ojo veía el panorama muy negro porque en realidad era un ojo ciego. Nuestro autor entró al trapo y le mostró un ejemplar que había adquirido de Gracias y desgracias del ojo del culo de Francisco de Quevedo y Villegas.

Entre una cosa y otra, acabaron la velada entre risotadas a cuenta de fragmentos como el de Lléguense al reverendo ojo del culo, que se deja tratar y manosear tan familiarmente de toda basura y elemento ni más ni menos; demás de que hablaremos que es más necesario el ojo del culo solo que los de la cara; por cuanto uno sin ojos en ella puede vivir, pero sin ojo del culo ni pasar ni vivir.

En definitiva, de lo adivinatorio y jodorowskiano pasaron a lo escatológico de Quevedo, a sus rocambolescas descripciones y a la sentencia con la que las resume José Luis Cuerda: El recto, en las proximidades del ano, sabe si lo que soporta es sólido, líquido o gaseoso. Por lo que cabría preguntarse si no es más sabio el culo de todos que el pensamiento de muchos.

El rato que allí se vivió fue antológico en nuestra feria del libro.

Tan contento se marchó nuestro autor, que, de recuerdo, dejó allí su corazón. Lo dejó escondido en un anaquel, acompañado por una nota que él mismo escribió de su puño y letra.

“No estoy perdido, ni olvidado. Soy un corazón libre. Estoy aquí para que me leas. Y, cuando lo hayas hecho, me dejes de nuevo en un sitio cómodo para que otra persona pueda disfrutar de mi lectura. Gracias por leerme”

Cuando lo encontramos, al recoger las casetas, pensamos en la estadística que afirma que el 70% de los objetos perdidos retorna a sus propietarios. Así que, desde entonces, lo llevamos de feria en feria. Lo tenemos a la vista en un cajón, entre la dentadura y el ojo mágico, albergando la esperanza de que su dueño se presente un día a recogerlo.

Hay gente que, además de su prótesis o cualquier parte de su cuerpo, un día de estos, en la feria del libro, va a dejarse la cabeza. Alguno ya se ha dejado el corazón sobre un estante, en un libro…si lo abres y lo lees, podrás comprobar si encaja con el tuyo. 

Eso sí, cuando lo hayas hecho, vuélvelo a dejar, por favor, que es un corazón libre.

Almudena Ocaña Arias

sábado, 25 de agosto de 2018

Llevo la papa, la fanta, la cocacola, la cerveza…




Durante este verano, he llegado a un punto de mi vida en el que no sé si disfruto más haciendo el amor o comiendo.

Sé que está feo decirlo, pero el universo del queso payoyo se ha revelado ante mí, acompañado por el vino de Chipiona y el pan de telera, causando un efecto estremecedor en todo mi organismo. Creo que esto ya es imparable. Los salazones de Barbate revolotean sobre mi cabeza, meciéndose entre ensaladas de algas, langostinos de Sanlúcar y caballas caleteras con su piriñaca. Siento abiertos todos los chakras de mi cuerpo, dispuestos a recibir explosiones de sabor sin ton ni son.

Por las noches, sueño con comtessas. Despierto sobresaltada porque se me aparece el postre pijama del restaurante chino diciendo “cómeme” y, aunque os cueste creerlo, ha llegado a presentárseme la dueña del Riancho para agradecer mis tardes de peregrinación por los callejones en busca de una cuña de chocolate. El levante me está sentando regular.

He ido abandonando paulatinamente mis demás aficiones en pro de las degustaciones gastronómicas más variopintas y así me encuentro, con ojos nada más que para los platos que se me pongan por delante.

Mi último descubrimiento han sido las patatas al ajillo, fritas con aceite de palma, aderezadas con una buena dosis de glutamato monosódico y conservante E-329.  Están para matarse. Las saco una a una del paquete y las saboreo despacito, remojándolas con un sorbito de Cruzcampo de lata, sintiendo el condimento de la arena que remueve el levante por estas tierras marineras. Gloria bendita.

Mi marido, que tiene el cielo ganado conmigo, no soporta ver la cara que pongo cuando veo aparecer por la orilla al vendedor ambulante de cervezas y patatas.

Miguel, que así se llama el hombre, emerge de entre las olas. Lo veo venir a lo lejos, vestido de blanco cual espuma de mar. Tira con brío de su contenedor tuneado en el que ha rubricado con rotulador indeleble: “bebidas frías”. Cuelgan a los lados sendas alforjas de plástico repletas de patatas al ajillo. Se me hace la boca agua con solo oler su sudor.

A veces tarda un poco en llegar o se entretiene charlando con cualquier otro cliente. Entonces mi estado de ánimo se altera. Me pongo de pie en la orilla, tapándome el reflejo del sol con la mano sobre mi frente, oteando el horizonte de derecha a izquierda, estirando el cuello como una jirafa en el zoológico.

Mi marido, que, a parte de tener el cielo ganado conmigo, me conoce como si me hubiera parido, intenta calmarme: “Tranquila, chiquilla, que ahora viene”. Pero no me tranquilizo, no.

Me asalta la imagen de los yonkis de mi barrio cuando iban a la farmacia a por la metadona y cómo tuvieron los farmacéuticos que abandonar la labor debido a los pollos que se montaban en la puerta de la botica. Esta estampa digna de ver se queda en pañales al lado de la que se está liando en la orilla. Las cabezas se agitan, los parroquianos se roen las uñas, aparece el síndrome de las piernas inquietas y las voces comienzan a sonar un poco más fuerte de lo habitual. Miguel, El Latas, que no viene.

Caigo en la cuenta de que hay cuatro o cinco personas más igual que yo, angustiadas por su propia desesperación, echando de menos a Miguel y al cargamento de su contenedor. Se oyen voces a lo lejos: “¿Qué le pasa hoy al Latas?”

Los efectos del glutamato monosódico son más que evidentes ya entre los bañistas. Nos encontramos en un lamentable estado de descomposición, a punto de abandonar nuestro puesto de vigía y calzarnos las chanclas para subir la escalera hacia el kiosko, a por las deseadas provisiones.

Sin embargo, de repente, la sombra del carrito con el ansiado cargamento se vislumbra a lo lejos. El murmullo se acalla y el rumor se convierte en silencio. La reacción no se hace esperar. Revoleamos las chanclas y levantamos las manos, agitando al viento los dos euros que nos transportarán al paraíso en un santiamén.

Alguno de nosotros corre hacia Miguel para ser atendido de los primeros. Los demás, contagiados por la emoción del momento, emprendemos a lo loco nuestra particular espantada hacia el objetivo. Saltamos por lo alto de cubitos y señoras en top-less. Uno mete un codazo para adelantar posiciones. A otra se le sale un pecho del bikini y se pone a la cabeza, captando la atención, emulando a Sabrina en esa mítica noche de fin de año.

Un muchacho que acaba de pisar la arena, impregnado todavía por el olor a pintura de su fábrica sevillana, se libera rápidamente de la butaca de playa y demás accesorios. Mira a su mujer, que lo espera amorosa con sus dos niños, bajo la sombrilla, después de pasar quince días sin verlo. Él le hace un gesto con la mano y le grita: “Que voy a ver a Miguel y ahora  mismo voy para allá”.

Tras este desafortunado comentario, el tsunami habitó entre nosotros. De nada le valen los consejos del mindfulness ni las clases de Tai chi. Ella siente en sus propias carnes la amenaza de las papas, la preferencia por la lata con su punto azul brillando en todo su esplendor y, sin más dilación, deja escapar ese alien que todos llevamos dentro, el que nos brota como lava de volcán cuando nos vemos reducidos a segundo plato. Segundo plato.

El terremoto de Lisboa no tiene ni punto de comparación con la hecatombe que formó la señora en la orilla. La mujer, herida en su corazoncito de María, corrió todo lo que pudo para abalanzarse sobre el pintor con el único objetivo de impedir que besase al Latas antes que a sus propios hijos.

Lo agarró por la camiseta y, cual luchadora de sumo, se le tiró encima para bloquear cualquier tipo de movimiento. Al pintor, con el forcejeo, se le cayeron los dos euros de la mano y eso fue lo que más coraje le dio. 

A mí, que me dan mucha pena estas cosas, se me ocurrió la idea de agacharme para coger las monedas y comprarle al chaval la cerveza y las patatas, ya que me pillaba de camino. Él no supo interpretar mi gesto y me agarró la pierna tal y como ocurre en las películas de miedo con esas manos que salen de debajo de las camas en plena noche, para hacer prisioneros a los tobillos que osan pasar por allí.

Al caer los dos cara a cara, resoplando sobre la arena, bajo el hiriente sol de agosto, nos dimos cuenta de que nos conocíamos del barrio y se acabaron los malentendidos.
Una extranjera, más blanca que una gamba cruda, comenzó a lanzarnos improperios en un idioma que bien podría ser la lengua de Jesucristo. A los dos nos dio por persignarnos en su cara, por lo que pudiera pasar. Hecho esto, pronunciamos entre dientes algunas palabras.

“No veas la mala leche que sigue gastando la Manoli. Igual que cuando era chica” Le susurré al oído. “Anda y dale un besito ya, hombre, que nos va a salir la cerveza por un ojo de la cara, sin ningún tipo de doble sentido”.

Nos levantamos como pudimos, echándonos una manita, porque, por muy brutos que seamos, el barrio es el barrio y aquí, entre nosotros, nos ayudamos. Saludamos a Manoli y a los niños y en esto que ya había llegado Miguel hasta donde estábamos nosotros.

Venía con las latas frías y las patatas en la mano, después de haber visto el numerito que habíamos formado mientras tanto.

Mi marido se acercó cuando ya había pasado el temporal con cara de pocos amigos.
“Que sepas que pienso hablar con el alcalde para que te ponga en la guía turística de la ciudad. Espectáculos como este deberían ofrecerse cobrando entrada”.

Manoli se llevó a los niños al agua con la cara del revés.

“Anda, anda…” Nos dijo El Latas.
“Que sepáis que las infidelidades se pagan”

Y, no es por nada, pero esa lata de cerveza congelada, acompañada por ese paquete de papas al ajillo fritas con aceite de palma y glutamato monosódico a espuertas, provocaron una oleada de placer colectivo junto a la orilla que debería quedar reflejada en el libro Guinness de los Récords.

Hacer el amor con un paquete de patatas y una cerveza no es tan raro como parece.  Seguro que alguno de vosotros lo entiende. En definitiva, me he quedado pensando en que esta infidelidad veraniega todavía se encuentra al alcance de nuestras posibilidades. Así que, Carpe diem.

Feliz entierro de la caballa a todos y que la Manoli nos coja confesados.



domingo, 19 de agosto de 2018

Sologamia, por favor






La sala de estar de mi abuela tenía los tresillos tapizados de rojo. Las cortinas, las enaguas de la mesa y demás enseres también eran del mismo color. A veces, durante las tardes de verano en las que a los primos nos confinaban a la tortura de esos sillones, nos mimetizábamos con la salita, a unos cuarenta grados de temperatura a las cuatro de la tarde y nos derramábamos literalmente unos sobre otros sin saber ni lo que hacer. 

Durante las vacaciones estivales, la salita roja constituía el punto de encuentro de los nietos durante la hora de la siesta y la verdadera metáfora de lo que era un horno de cocer bizcochos. La casa entera se mantenía en silencio, brillando bajo el castigo del sol de verano andaluz. El bullicio infantil se concentraba en ese cuadrilátero rojo, en el que nos animábamos con una tele en blanco y negro y los juegos reunidos Geyper. Fotografías de todos nosotros vestidos de primera comunión colgaban de las cuatro paredes y un flamenco disecado, que nunca logramos saber si se quedó así por la temperatura que alcanzaba la salita, flanqueaba la esquina con una autoridad algo dudosa para nosotros.

Lo de nuestras fotografías tenía su explicación. El primer nieto que recibió la comunión le entregó orgulloso su retrato de estudio a la abuela. Ella enmarcó la fotografía y colocó el cuadrito en el centro de la salita a la que los padres nos exiliaban de cuatro a seis de la tarde. Sucesivamente, el resto de los nietos fuimos realizando la misma operación que el primo mayor. La abuela, igualmente, fue colgando los siguientes cuadritos de manera estratégica, en forma de escalera, como la que tiende las bragas, hasta meternos allí a los doce nietos.

Llegó un momento en que la habitación parecía el decorado de la película de los otros. Los nietos fuimos creciendo, llenándonos de espinillas y regodeándonos en nuestro inmenso pavo. Sin embargo, nuestras fotografías permanecían suspendidas en la pared, como si fuésemos niños fantasmas, para que no se nos olvidase ese precioso día en que nuestras madres tuvieron la maravillosa idea de vestirnos de almirantes, pseudonovias, marineritos o angelitos. Y, como no, para servir de cachondeo a todo el que tuviese alma de entrar en la salita roja a la hora de la siesta.

En cuanto al flamenco embalsamado, ninguno de nosotros supo nunca cómo había llegado hasta allí. Un pájaro espectacular, que nos superaba en tamaño a la mayoría, nos acompañaba durante nuestro tiempo de presidio cual anuncio de un local de taxidermia venido a menos. Siempre estuvo ahí, con una patita hacia arriba como el palillo de un chino, el cuello estirado y el pico tieso, más seco y más duro que una mojama. Tenía los ojos negros como el tizón y, de vez en cuando, le brotaba una hormiga de los agujeros del pico.

A veces, durante nuestra estancia en la salita, el sueño nos derrotaba y caíamos rendidos de mala manera sobre el tresillo rojo, con las piernas torcidas y la cabeza colgando.

Mi hermano, que era el que más resistía el cansancio y el que más por saco daba, se entretenía inventándose perrerías para todo aquel que se durmiese.
A mí me arrimaba el flamenco a la cara en cuanto cogía el sueño. De manera que una vez abría los ojos, con el hilillo de baba colgando, los sudores resbalando por el pecho y al borde de un golpe de calor, lo primero que veía era el pico del pajarraco sobre mi nariz.

Las primeras veces, por poco fallezco de un infarto infantil. De vez en cuando, el pobre flamenco se llevaba un guantazo mío gratis y acababa rodando por el suelo con algún niño en lo alto que le hacía la reanimación cardiopulmonar porque decía que yo lo había matado del porrazo. Luego, cuando ya el flamenco y yo nos habíamos repuesto del susto, cobraba mi hermano por gracioso.

El resto de los primos se revolcaba por el suelo de la risa. Nos habían perdido todo el respeto tanto al flamenco como a mí. Gritaban “que se besen” con todas sus fuerzas y luego le contaban a todo el mundo que hacíamos muy buena pareja y que yo iba a terminar casándome con el flamenco debido a las confianzas que estábamos cogiendo. Yo, por seguir la broma, cuando me hartaba, lo besaba en el pico y luego escupía la hormiga que me había traído con el arrumaco y la caraja.

Recuerdo las veces que juré quedarme soltera y entera, como la tía Pepa, que era la única que podía dormir la siesta a gusto en esa casa. Nuestros padres sudaban la gota gorda de dos en dos, incrustados en esas camas de menos de un metro treinta con el colchón de borra. Los niños teníamos que aguantar a mi hermano con el flamenco y cocernos a fuego lento como un langostino en la dichosa salita roja. Sin embargo, ella, la tía Pepa, con toda su soltería, se despatarraba en la cama, se enchufaba el ventilador y ahí se las daban todas de cuatro a seis.

Luego crecí, se me olvidó lo del flamenco y ya se sabe. Tuve al niño y volví a la época en la que no me dejaban dormir la siesta por más que yo lo intentase. El pico del pájaro se convirtió en la protuberancia de un libro de filosofía que me golpeaba en la frente cada vez que cerraba los ojos y las risotadas de los primos se transformaron en una vocecita aguda que no calla.

Frecuentemente pienso en la tía Pepa, en la palabra solterona, en la palabra niños, en la hora de la siesta, en lo bien que dormía ella…y me da una envidia que no puedo.
Ahora, quedarse soltera es tendencia. Algunas de nosotras, hartas de lidiar con parejas intermitentes y decepciones continuadas, han optado por la sologamia: casarse consigo misma. Por lo visto, esta moda tiene como objetivo mostrar nuestro compromiso de amor con nosotras mismas públicamente y al mismo tiempo abrir un debate sobre el modelo de amor romántico que impera en nuestra sociedad.

Llegadas a una edad, si ven que el matrimonio no llega, se lían la manta a la cabeza, se visten de novias, se compran su tarta, su anillito, montan una fiesta, se contratan su reportaje fotográfico, se organizan su viajecito y se pegan un homenaje que no veas. Hay de todo, menos novio. Algunas se reciben ellas mismas a la vuelta con una pancarta que pone: “Amarse a uno mismo es el inicio de un romance que dura toda la vida”, como dijo Oscar Wilde.

Yo lo veo todo tan bonito que me están entrando ganas de subirme al carro. La primera parte me la saltaría directamente y pasaría a los quince días de permiso por matrimonio, a lo que es la luna de miel. Caribe, Rivera Maya, Islas Fiji…o el spa de mi pueblo, cualquier sitio me viene bien.

La única pega que le encuentro a la sologamia es el problema de la convivencia.  Yo intentaría establecer una relación flexible, por no saturarme. Una misma ahí todo el tiempo puede ser un poquito cargante y a ver si voy a acabar en divorcio en cuantito que vuelva del viaje. No sería la primera.

Por otra parte, tendría que arreglar lo de la pensión de viudedad, el permiso en caso de enfermedad del cónyuge, la declaración de la renta conjunta y alguna que otra cosilla más.

Pero vamos, que todas las trabas que pueda tener la sologamia son minucias al lado de poder tirarte en la cama a las cuatro de la tarde, bajo este castigo del sol andaluz, despatarrarte a tus anchas, enchufarte el ventilador y quedarte traspuesta hasta nuevo aviso. Lo que hay que inventarse para que la dejen a una dormir la siesta.


lunes, 21 de mayo de 2018

La Vida de Mel


La escritora madrileña Almudena Grandes presentó el verano pasado el texto de inicio del Concurso de Relatos Cortos “Café de Levante” de Cádiz. Se trataba de completar la historia que ella había comenzado, protagonizada por una enigmática mujer llamada Mel.
Teresa Torres (dueña del Café de Levante) y Javier Osuna  (Presidente del Jurado) me comunicaron la noticia:
El IV Concurso de Relatos Cortos «Historias del Café», convocado por el Café de Levante, ha concluido su veredicto con el siguiente resultado:
Primer Premio: Almudena Ocaña Arias
Segundo Premio: Mercedes Sáenz Blasco
El jurado, presidido por Javier Osuna y compuesto por Charo Ramos, Elsa Vinardell, Pepe Landi y Pedro Espinosa, ha valorado «Sus guiños literarios, mezclados con alusiones a Cádiz y por haber sabido construir un relato luminoso con el humor como vehículo narrativo».
Una gran alegría y todo un honor.
Aquí os dejo el texto. La parte en cursiva es la que escribió Almudena Grandes. La continuación es mía. Bueno, ya es vuestra y del Café de Levante. Os la regalo con todo mi cariño.
Mil gracias.

LA VIDA DE MEL
A primera vista, nadie habría dicho que era una mujer guapa.
Tampoco era muy alta pero lo parecía, porque sus piernas eran ligeramente más largas de lo que correspondía al tamaño de su tronco, tanto como sus brazos e igual de hermosas. Cuando llevaba menos de una semana trabajando en el bar, alguien la definió como una falsa delgada y aquella ocurrencia triunfó, porque explicaba los misteriosos contrastes de su cuerpo, la cintura breve y flexible de una adolescente, los pechos redondos, pesados y juveniles, las caderas anchas de una mujer madura sin un gramo de grasa de sobra. Eso, lo que podían ver, era todo lo que sabían de ella.
Se cruzaban apuestas sobre su edad, que los más optimistas situaban por debajo de los treinta y los más escépticos llevaban más allá de los cuarenta. También sobre su nombre, aunque ese abanico era más estrecho. La llamaban Mel, tal vez de Amelia, quizás de Melisa, aunque nadie podía descartar que hubiera escogido un diminutivo al azar con la única intención de despistar.
Nadie se interesó por ella hasta el tercer día en el que se encargó de atender las mesas. Hasta entonces ningún parroquiano le había prestado mucha atención. El pelo teñido de rubio, los ojos marrones, la nariz larga, la barbilla apuntada, una chica como tantas, se dijeron. Pero al día siguiente repararon en la gracia con la que se movía, una armonía íntima, secreta, que imprimía a sus movimientos un ritmo peculiar, como si bailara al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Y sin embargo no era simpática. Aunque trataba bien a los clientes, ahorraba palabras y sonreía lo justo, ni mucho ni poco, nunca del todo. Cuando sus labios se curvaban, detrás de unos dientes blancos, intachables, asomaba una sombra, la huella de un dolor pequeño y constante. Así intuyeron que aquella mujer había vivido de más, que cargaba con más peso del que parecían soportar sus hombros. Y Mel se convirtió en el asunto más importante de todos los días, pero si su jefa conocía su pasado, nunca lo traicionó.
-Es honrada, trabajadora… -María fijaba la vista en la bayeta con la que limpiaba el mostrador y siempre respondía igual a todas las preguntas-. Muy buena chica.
El único cliente que averiguó algo más nunca había hecho preguntas sobre Mel. Tampoco se pasaba la vida atornillado a la barra, aunque desayunaba en el bar todos los días, siempre con su compañero. Aquella mañana no había sido una excepción, pero media hora antes de que terminara su turno, Sánchez, que estaba delicado del estómago, vomitó en el pasillo de la comisaría, y cuando llegó el aviso ya se había marchado a casa.
Aquella familia numerosa, hacinada en un piso de sesenta metros en una barriada del extrarradio, llamaba a la policía varias veces a la semana, por los motivos más variados y el mismo imperturbable resultado. Cuando el coche patrulla acudía, los padres ya se habían reconciliado, los niños habían aparecido, los hermanos habían dejado de pegarse o el gato había vuelto a la cocina sano y salvo. El agente Román estuvo a punto de no ir, pero en el último momento decidió que le pillaba de camino, que no tenía hijos que cuidar ni una mujer que se enfadara si llegaba tarde a casa, y que no perdía nada por echar un vistazo.
La visita fue tan breve como de costumbre, pero tuvo una consecuencia inesperada. Porque cuando estaba bajando el último peldaño de la escalera, una mujer abrió el portal con su llave.
Era Mel, pero no lo parecía. Al agente Román le costó trabajo reconocerla en aquella joven de expresión animosa, dulce y triste al mismo tiempo.
……….

Mel y Román habían compartido instituto. La hostilidad adolescente les dejó a ambos varias cicatrices que pocos conocían. Sin embargo, habían sabido convertirse en sepulcros vivientes, arrastrando en silencio los muertos que de vez en cuando se translucían detrás de sus sonrisas.

Román cruzó el rellano y ella se adentró en la casapuerta.

Mel, aficionada al moscatel y a Fernando Quiñones, se había mudado a la calle Grazalema buscando el calor de la familia, esa que frecuentemente invocaba a la policía para que se le presentase.

Acababa de asistir al tercer entierro de su padre, alcohólico, cirrótico y diabético. El hombre había perdido ya tres pedazos de su cuerpo por culpa de amputaciones necesarias para sobrevivir. La gangrena se lo estaba comiendo vivo y la única manera que encontró de sobrellevarlo fue asistir a su propia sepultura tras cada despiece. 

El siquiatra dio el visto bueno al asunto, de manera que habían ido ya tres veces al cementerio para despedirse de la parte difunta de dentro  de la sepultura y acompañar en el sentimiento a la parte que se había quedado fuera.

Román resopló mientras señalaba el piso de arriba. Mel se encogió de hombros con resignación.

Para una chica del Cerro del Moro, no era fácil aguantar el tipo mientras explicaba que había faltado a clase por ir al entierro de su padre vivo; que prefería dormir en un nicho con sus primos antes que soportar el olor a putrefacto que impregnaba su casa; o que la policía estaba pensando alquilarse algo al lado para ahorrarse los viajes.

El día antes de Navidad, los chavales intercambiaron el amigo invisible. Allí hubo colonias, llaveros, fulares y monederos. Sin embargo, también hubo un metacrilato reversible: Carlos Díaz por delante y el jefe de la policía local por detrás. 

La foto del alcalde la habían cogido del Diario y la otra la había traído la sobrina del policía, que también estudiaba allí. Cuando Mel recibió su regalo, lo único que deseó fue que llegase pronto el cuarto sepelio de su padre para poder tirarse al boquete con el miembro que se estuviese enterrando en ese momento.

Un compañero le dijo que parecía que no era de Cádiz, que era muy delicada y que no entendía una broma. Otro dijo en plan fino: 

-Esta es miramel y no me toques.

Lo de miramel, pronunciado con un exagerado acento del norte, estuvo sembrado. Por los pasillos comenzaron a decirle: 

-Adiós, miramel y no me toques. 

Luego acortaron: 

-Adiós, miramel.

Y, de ahí, debutó en: 

-Adiós, Mel.

Mel y Román se encontraban cara a cara.

Román siempre había sido un buen chico. Había elegido letras y traducía por su cuenta. Cargado de esperanzas, escribía una y otra vez Fugato omni equitatu.

Mel le había pedido a Román su diccionario para utilizarlo en un control sorpresa. La había pillado desprevenida y con todo extraviado. Él, que sabía de sus circunstancias, se ofreció a ayudarla.

Ella accedió a estudiar en un bar tranquilo, sólo con un café y muchos papeles por delante. Era lo que había.

Seba, el dueño, los dejaba que pasaran la tarde por veinte duros. Las conversaciones que regalaba aquella mesa sobre La guerra de las Galias o La conjuración de Catilina bien valían lo poco que pagaban.

Los parroquianos del café, entre ellos cierto poeta y algún que otro artista de los que llevan pañuelo al cuello y van en bicicleta, guardaban silencio ante las indicaciones de métrica y rima, las opciones estilísticas, las interpretaciones de los poemas de Catulo o la terrible actualidad de la comedia de Aristófanes.

Seba le había echado el ojo a Román desde hacía ya tiempo. El muchacho estaba todavía por descubrirse y esquivaba las miradas literarias con algo de apuro. Mel se convirtió así en el pequeño secreter de Román.

Transcurrieron los exámenes y, sin embargo, la mesa continuaba ocupada cada martes y jueves a la hora del café.

Seba les doblaba la edad y la cultura. Contra todo pronóstico, las distancias generacionales quedaron saldadas con caminos de poemas y puentes de libros.

Ellos eran más de realismo mágico, de Borges o Cortázar.

Ella les llevaba la contra con historias orales de su barrio, que superaba con creces cualquier Macondo.  Cambió el café por el vino y, casi sin darse cuenta, Hortensia Romero se le metió en el cuerpo.

Seba y Román tejieron su historia de espaldas al mundo. Mel decidió plantar cara tras el último entierro de su padre, las miserias del hacinamiento familiar y las visitas policiales. Iba a ser algo transitorio, pero se alargó un poco.

Ambos se aproximaron acortando la distancia.

A Román le sobrevinieron los recuerdos: la juventud, la muerte de Seba, justo a los tres años de que terminara de enterrarse el padre de Mel, las horas de lectura en el café y el despropósito de sus vidas. Tendió la mano y al estrecharla notó la frialdad del disimulo.

-Yo ya no soy la que era, Román.

Román rememoró la mesa en la que solían sentarse y, parafraseando a Petronio en el principio de Amuleto, recitó:

-“Queríamos, pobres de nosotros, pedir auxilio, pero no había nadie para venir en nuestra ayuda”. Fueron las circunstancias, Mel.

Mel soltó una carcajada gaditana.

-De recuerdo de Hortensia, me queda una infección crónica en mis partes, una cistitis o una candidiasis, no se sabe muy bien lo que es. Por eso me muevo con tanta gracia por el bar. Pero seguro que la gente se cree que es por otra cosa. A la gente le gusta mucho el misterio.

Ella era experta en romper la magia del momento, no lo podía remediar.
Román sintió la sacudida de su descaro.

-Anda, Miramel, cualquier día te llevo el diccionario de latín para que repases.
-Todavía me acuerdo de los poemas a Lesbia.
-Vivamos, Lesbia mía y amemos, hagamos caso omiso a las habladurías de los ancianos en exceso escrupulosos.
-Y luego, el del pajarito.

Mel anduvo hacia la escalera mientras le dedicaba a Román el gesto del silencio, llevándose el dedo índice a los labios cerrados.

Ella sabía que, mientras durase el disimulo, lo único que podrían decir es que Mel era honrada, trabajadora… muy buena chica. Y punto en boca.

Almudena Grandes Hernández  y Almudena Ocaña Arias