La escritora madrileña Almudena Grandes
presentó el verano pasado el texto de inicio del Concurso de Relatos Cortos “Café
de Levante” de Cádiz. Se trataba de completar la historia que ella había
comenzado, protagonizada por una enigmática mujer llamada Mel.
Teresa Torres (dueña del Café de Levante) y Javier Osuna (Presidente del Jurado) me comunicaron la
noticia:
El IV Concurso de Relatos Cortos «Historias
del Café», convocado por el Café de Levante, ha concluido su veredicto con el
siguiente resultado:
Primer
Premio: Almudena Ocaña Arias
Segundo Premio: Mercedes Sáenz Blasco
Segundo Premio: Mercedes Sáenz Blasco
El jurado, presidido
por Javier Osuna y compuesto por Charo Ramos, Elsa Vinardell, Pepe Landi y
Pedro Espinosa, ha valorado «Sus guiños literarios, mezclados con alusiones a
Cádiz y por haber sabido construir un relato luminoso con el humor como
vehículo narrativo».
Una gran
alegría y todo un honor.
Aquí os
dejo el texto. La parte en cursiva es la que escribió Almudena Grandes. La
continuación es mía. Bueno, ya es vuestra y del Café de Levante. Os la regalo
con todo mi cariño.
Mil
gracias.
LA VIDA DE MEL
A primera vista, nadie
habría dicho que era una mujer guapa.
Tampoco era muy alta pero
lo parecía, porque sus piernas eran ligeramente más largas de lo que
correspondía al tamaño de su tronco, tanto como sus brazos e igual de hermosas.
Cuando llevaba menos de una semana trabajando en el bar, alguien la definió
como una falsa delgada y aquella ocurrencia triunfó, porque explicaba los
misteriosos contrastes de su cuerpo, la cintura breve y flexible de una
adolescente, los pechos redondos, pesados y juveniles, las caderas anchas de
una mujer madura sin un gramo de grasa de sobra. Eso, lo que podían ver, era
todo lo que sabían de ella.
Se cruzaban apuestas sobre
su edad, que los más optimistas situaban por debajo de los treinta y los más
escépticos llevaban más allá de los cuarenta. También sobre su nombre, aunque
ese abanico era más estrecho. La llamaban Mel, tal vez de Amelia, quizás de
Melisa, aunque nadie podía descartar que hubiera escogido un diminutivo al azar
con la única intención de despistar.
Nadie se interesó por ella
hasta el tercer día en el que se encargó de atender las mesas. Hasta entonces
ningún parroquiano le había prestado mucha atención. El pelo teñido de rubio,
los ojos marrones, la nariz larga, la barbilla apuntada, una chica como tantas,
se dijeron. Pero al día siguiente repararon en la gracia con la que se movía,
una armonía íntima, secreta, que imprimía a sus movimientos un ritmo peculiar,
como si bailara al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Y sin embargo
no era simpática. Aunque trataba bien a los clientes, ahorraba palabras y
sonreía lo justo, ni mucho ni poco, nunca del todo. Cuando sus labios se
curvaban, detrás de unos dientes blancos, intachables, asomaba una sombra, la
huella de un dolor pequeño y constante. Así intuyeron que aquella mujer había
vivido de más, que cargaba con más peso del que parecían soportar sus hombros.
Y Mel se convirtió en el asunto más importante de todos los días, pero si su
jefa conocía su pasado, nunca lo traicionó.
-Es honrada, trabajadora…
-María fijaba la vista en la bayeta con la que limpiaba el mostrador y siempre
respondía igual a todas las preguntas-. Muy buena chica.
El único cliente que
averiguó algo más nunca había hecho preguntas sobre Mel. Tampoco se pasaba la
vida atornillado a la barra, aunque desayunaba en el bar todos los días,
siempre con su compañero. Aquella mañana no había sido una excepción, pero
media hora antes de que terminara su turno, Sánchez, que estaba delicado del
estómago, vomitó en el pasillo de la comisaría, y cuando llegó el aviso ya se
había marchado a casa.
Aquella familia numerosa,
hacinada en un piso de sesenta metros en una barriada del extrarradio, llamaba
a la policía varias veces a la semana, por los motivos más variados y el mismo
imperturbable resultado. Cuando el coche patrulla acudía, los padres ya se
habían reconciliado, los niños habían aparecido, los hermanos habían dejado de
pegarse o el gato había vuelto a la cocina sano y salvo. El agente Román estuvo
a punto de no ir, pero en el último momento decidió que le pillaba de camino,
que no tenía hijos que cuidar ni una mujer que se enfadara si llegaba tarde a
casa, y que no perdía nada por echar un vistazo.
La visita fue tan breve
como de costumbre, pero tuvo una consecuencia inesperada. Porque cuando estaba
bajando el último peldaño de la escalera, una mujer abrió el portal con su
llave.
Era Mel, pero no lo
parecía. Al agente Román le costó trabajo reconocerla en aquella joven de
expresión animosa, dulce y triste al mismo tiempo.
……….
Mel y Román habían compartido instituto. La
hostilidad adolescente les dejó a ambos varias cicatrices que pocos conocían.
Sin embargo, habían sabido convertirse en sepulcros vivientes, arrastrando en
silencio los muertos que de vez en cuando se translucían detrás de sus
sonrisas.
Román cruzó el rellano y ella
se adentró en la casapuerta.
Mel, aficionada al moscatel y a Fernando Quiñones,
se había mudado a la calle Grazalema buscando el calor de la familia, esa que
frecuentemente invocaba a la policía para que se le presentase.
Acababa de asistir al tercer entierro de su padre,
alcohólico, cirrótico y diabético. El hombre había perdido ya tres pedazos de
su cuerpo por culpa de amputaciones necesarias para sobrevivir. La gangrena se
lo estaba comiendo vivo y la única manera que encontró de sobrellevarlo fue
asistir a su propia sepultura tras cada despiece.
El siquiatra dio el visto bueno al asunto, de manera que habían ido ya tres veces al cementerio para despedirse de la parte difunta de dentro de la sepultura y acompañar en el sentimiento a la parte que se había quedado fuera.
El siquiatra dio el visto bueno al asunto, de manera que habían ido ya tres veces al cementerio para despedirse de la parte difunta de dentro de la sepultura y acompañar en el sentimiento a la parte que se había quedado fuera.
Román resopló mientras señalaba
el piso de arriba. Mel se encogió de hombros con resignación.
Para una chica del Cerro del Moro, no era fácil aguantar
el tipo mientras explicaba que había faltado a clase por ir al entierro de su
padre vivo; que prefería dormir en un nicho con sus primos antes que soportar
el olor a putrefacto que impregnaba su casa; o que la policía estaba pensando
alquilarse algo al lado para ahorrarse los viajes.
El día antes de Navidad, los chavales intercambiaron
el amigo invisible. Allí hubo colonias, llaveros, fulares y monederos. Sin
embargo, también hubo un metacrilato reversible: Carlos Díaz por delante y el
jefe de la policía local por detrás.
La foto del alcalde la habían cogido del Diario y la otra la había traído la sobrina del policía, que también estudiaba allí. Cuando Mel recibió su regalo, lo único que deseó fue que llegase pronto el cuarto sepelio de su padre para poder tirarse al boquete con el miembro que se estuviese enterrando en ese momento.
La foto del alcalde la habían cogido del Diario y la otra la había traído la sobrina del policía, que también estudiaba allí. Cuando Mel recibió su regalo, lo único que deseó fue que llegase pronto el cuarto sepelio de su padre para poder tirarse al boquete con el miembro que se estuviese enterrando en ese momento.
Un compañero le dijo que parecía que no era de
Cádiz, que era muy delicada y que no entendía una broma. Otro dijo en plan fino:
-Esta es miramel y no me toques.
Lo de miramel,
pronunciado con un exagerado acento del norte, estuvo sembrado. Por los pasillos
comenzaron a decirle:
-Adiós, miramel y no
me toques.
Luego acortaron:
-Adiós,
miramel.
Y, de ahí, debutó en:
-Adiós, Mel.
Mel y Román se encontraban cara
a cara.
Román siempre había sido un buen chico. Había
elegido letras y traducía por su cuenta. Cargado de esperanzas, escribía una y
otra vez Fugato omni equitatu.
Mel le había pedido a Román su diccionario para utilizarlo en un
control sorpresa. La había pillado desprevenida y con todo extraviado. Él, que
sabía de sus circunstancias, se ofreció a ayudarla.
Ella accedió a estudiar en un bar tranquilo, sólo
con un café y muchos papeles por delante. Era lo que había.
Seba, el dueño, los dejaba que pasaran la tarde por
veinte duros. Las conversaciones que regalaba aquella mesa sobre La guerra de las Galias o La conjuración de Catilina bien valían
lo poco que pagaban.
Los parroquianos del café, entre ellos cierto poeta
y algún que otro artista de los que llevan pañuelo al cuello y van en
bicicleta, guardaban silencio ante las indicaciones de métrica y rima, las opciones
estilísticas, las interpretaciones de los poemas de Catulo o la terrible actualidad
de la comedia de Aristófanes.
Seba le había echado el ojo a Román desde hacía ya
tiempo. El muchacho estaba todavía por descubrirse y esquivaba las miradas
literarias con algo de apuro. Mel se convirtió así en el pequeño secreter de
Román.
Transcurrieron los exámenes y, sin embargo, la mesa
continuaba ocupada cada martes y jueves a la hora del café.
Seba les doblaba la edad y la cultura. Contra todo
pronóstico, las distancias generacionales quedaron saldadas con caminos de
poemas y puentes de libros.
Ellos eran más de realismo mágico, de Borges o
Cortázar.
Ella les llevaba la contra con historias orales de
su barrio, que superaba con creces cualquier Macondo. Cambió el café por el vino y, casi sin darse
cuenta, Hortensia Romero se le metió en el cuerpo.
Seba y Román tejieron su historia de espaldas al
mundo. Mel decidió plantar cara tras el último entierro de su padre, las
miserias del hacinamiento familiar y las visitas policiales. Iba a ser algo
transitorio, pero se alargó un poco.
Ambos se aproximaron acortando
la distancia.
A Román le sobrevinieron los recuerdos: la juventud,
la muerte de Seba, justo a los tres años de que terminara de enterrarse el
padre de Mel, las horas de lectura en el café y el despropósito de sus vidas. Tendió
la mano y al estrecharla notó la frialdad del disimulo.
-Yo ya no soy la
que era, Román.
Román rememoró la mesa en la que solían sentarse y, parafraseando
a Petronio en el principio de Amuleto,
recitó:
-“Queríamos, pobres de
nosotros, pedir auxilio, pero no había nadie para venir en nuestra ayuda”.
Fueron las circunstancias, Mel.
Mel soltó una carcajada gaditana.
-De recuerdo
de Hortensia, me queda una infección crónica en mis partes, una cistitis o una
candidiasis, no se sabe muy bien lo que es. Por eso me muevo con tanta gracia
por el bar. Pero seguro que la gente se cree que es por otra cosa. A la gente
le gusta mucho el misterio.
Ella era experta en romper la magia del momento, no
lo podía remediar.
Román sintió la sacudida de su descaro.
-Anda, Miramel,
cualquier día te llevo el diccionario de latín para que repases.
-Todavía me
acuerdo de los poemas a Lesbia.
-Vivamos,
Lesbia mía y amemos, hagamos caso omiso a las habladurías de los ancianos en
exceso escrupulosos.
-Y luego, el
del pajarito.
Mel anduvo hacia la escalera mientras le dedicaba a
Román el gesto del silencio, llevándose el dedo índice a los labios cerrados.
Ella sabía que, mientras durase el disimulo, lo
único que podrían decir es que Mel era honrada, trabajadora… muy buena chica. Y
punto en boca.
Almudena Grandes Hernández y Almudena Ocaña Arias
¡Qué pelotazo!
ResponderEliminarEnhorabuena!! Supongo que nos veremos en Cádiz. Será un honor.
ResponderEliminarMerche
Para quitarse el sombrero.
ResponderEliminarMuchisimas gracias!!! Merche, el honor será recíproco!!! Tengo muchísimas ganas de leerte!!!
ResponderEliminarMis Felicitaciones Almudena!!! Te animo a que sigas escribiendo. Ha sido un placer leerte.
ResponderEliminarSi lo que sale por tu boca cuando tengo la suerte de coincidir contigo siempre me parece ocurrente, no me sorprende que tus ocurrencias escritas me dejen embobada. ¡Muchas felicidades, querida amiga! Me encantará comentar los detalles contigo delante.
ResponderEliminarFelicidades Almudena, el ritmo y la dulzura con la que tratas a los personajes logran atrapar y desear seguir leyendo. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestras palabras. Me alegro de que os guste el texto y de que hayáis pasado un ratito agradable con su lectura. Esa era la intención. Un fuerte abrazo para todos. Mil gracias.
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