La sala de estar de mi abuela tenía los tresillos
tapizados de rojo. Las cortinas, las enaguas de la mesa y demás enseres también
eran del mismo color. A veces, durante las tardes de verano en las que a los primos
nos confinaban a la tortura de esos sillones, nos mimetizábamos con la salita,
a unos cuarenta grados de temperatura a las cuatro de la tarde y nos
derramábamos literalmente unos sobre otros sin saber ni lo que hacer.
Durante las vacaciones estivales, la salita roja
constituía el punto de encuentro de los nietos durante la hora de la siesta y
la verdadera metáfora de lo que era un horno de cocer bizcochos. La casa entera
se mantenía en silencio, brillando bajo el castigo del sol de verano andaluz. El
bullicio infantil se concentraba en ese cuadrilátero rojo, en el que nos
animábamos con una tele en blanco y negro y los juegos reunidos Geyper. Fotografías
de todos nosotros vestidos de primera comunión colgaban de las cuatro paredes y
un flamenco disecado, que nunca logramos saber si se quedó así por la temperatura
que alcanzaba la salita, flanqueaba la esquina con una autoridad algo dudosa
para nosotros.
Lo de nuestras fotografías tenía su explicación. El
primer nieto que recibió la comunión le entregó orgulloso su retrato de estudio
a la abuela. Ella enmarcó la fotografía y colocó el cuadrito en el centro de la
salita a la que los padres nos exiliaban de cuatro a seis de la tarde.
Sucesivamente, el resto de los nietos fuimos realizando la misma operación que
el primo mayor. La abuela, igualmente, fue colgando los siguientes cuadritos de
manera estratégica, en forma de escalera, como la que tiende las bragas, hasta
meternos allí a los doce nietos.
Llegó un momento en que la habitación parecía el
decorado de la película de los otros. Los nietos fuimos creciendo, llenándonos
de espinillas y regodeándonos en nuestro inmenso pavo. Sin embargo, nuestras
fotografías permanecían suspendidas en la pared, como si fuésemos niños fantasmas,
para que no se nos olvidase ese precioso día en que nuestras madres tuvieron la
maravillosa idea de vestirnos de almirantes, pseudonovias, marineritos o
angelitos. Y, como no, para servir de cachondeo a todo el que tuviese alma de
entrar en la salita roja a la hora de la siesta.
En cuanto al flamenco embalsamado, ninguno de
nosotros supo nunca cómo había llegado hasta allí. Un pájaro espectacular, que
nos superaba en tamaño a la mayoría, nos acompañaba durante nuestro tiempo de
presidio cual anuncio de un local de taxidermia venido a menos. Siempre estuvo
ahí, con una patita hacia arriba como el palillo de un chino, el cuello
estirado y el pico tieso, más seco y más duro que una mojama. Tenía los ojos
negros como el tizón y, de vez en cuando, le brotaba una hormiga de los
agujeros del pico.
A veces, durante nuestra estancia en la salita, el
sueño nos derrotaba y caíamos rendidos de mala manera sobre el tresillo rojo,
con las piernas torcidas y la cabeza colgando.
Mi hermano, que era el que más resistía el cansancio
y el que más por saco daba, se entretenía inventándose perrerías para todo
aquel que se durmiese.
A mí me arrimaba el flamenco a la cara en cuanto
cogía el sueño. De manera que una vez abría los ojos, con el hilillo de baba
colgando, los sudores resbalando por el pecho y al borde de un golpe de calor,
lo primero que veía era el pico del pajarraco sobre mi nariz.
Las primeras veces, por poco fallezco de un infarto
infantil. De vez en cuando, el pobre flamenco se llevaba un guantazo mío gratis
y acababa rodando por el suelo con algún niño en lo alto que le hacía la
reanimación cardiopulmonar porque decía que yo lo había matado del porrazo. Luego,
cuando ya el flamenco y yo nos habíamos repuesto del susto, cobraba mi hermano
por gracioso.
El resto de los primos se revolcaba por el suelo de
la risa. Nos habían perdido todo el respeto tanto al flamenco como a mí. Gritaban
“que se besen” con todas sus fuerzas y luego le contaban a todo el mundo que
hacíamos muy buena pareja y que yo iba a terminar casándome con el flamenco
debido a las confianzas que estábamos cogiendo. Yo, por seguir la broma, cuando
me hartaba, lo besaba en el pico y luego escupía la hormiga que me había traído
con el arrumaco y la caraja.
Recuerdo las veces que juré quedarme soltera y
entera, como la tía Pepa, que era la única que podía dormir la siesta a gusto
en esa casa. Nuestros padres sudaban la gota gorda de dos en dos, incrustados en
esas camas de menos de un metro treinta con el colchón de borra. Los niños
teníamos que aguantar a mi hermano con el flamenco y cocernos a fuego lento
como un langostino en la dichosa salita roja. Sin embargo, ella, la tía Pepa, con
toda su soltería, se despatarraba en la cama, se enchufaba el ventilador y ahí
se las daban todas de cuatro a seis.
Luego crecí, se me olvidó lo del flamenco y ya se
sabe. Tuve al niño y volví a la época en la que no me dejaban dormir la siesta
por más que yo lo intentase. El pico del pájaro se convirtió en la
protuberancia de un libro de filosofía que me golpeaba en la frente cada vez
que cerraba los ojos y las risotadas de los primos se transformaron en una
vocecita aguda que no calla.
Frecuentemente pienso en la tía Pepa, en la palabra
solterona, en la palabra niños, en la hora de la siesta, en lo bien que dormía
ella…y me da una envidia que no puedo.
Ahora, quedarse soltera es tendencia. Algunas de
nosotras, hartas de lidiar con parejas intermitentes y decepciones continuadas,
han optado por la sologamia: casarse consigo misma. Por lo visto, esta moda tiene como objetivo mostrar nuestro compromiso
de amor con nosotras mismas públicamente y al mismo tiempo abrir un debate
sobre el modelo de amor romántico que impera en nuestra sociedad.
Llegadas a una edad, si ven que el matrimonio no
llega, se lían la manta a la cabeza, se visten de novias, se compran su tarta,
su anillito, montan una fiesta, se contratan su reportaje fotográfico, se
organizan su viajecito y se pegan un homenaje que no veas. Hay de todo, menos
novio. Algunas se reciben ellas mismas a la vuelta con una pancarta que pone: “Amarse a uno mismo es el inicio de un romance
que dura toda la vida”, como dijo Oscar Wilde.
Yo lo veo todo tan bonito que me están entrando ganas de subirme al
carro. La primera parte me la saltaría directamente y pasaría a los quince días
de permiso por matrimonio, a lo que es la luna de miel. Caribe, Rivera Maya,
Islas Fiji…o el spa de mi pueblo, cualquier sitio me viene bien.
La única pega que le encuentro a la sologamia es el problema de la convivencia. Yo intentaría establecer una relación
flexible, por no saturarme. Una misma ahí todo el tiempo puede ser un poquito
cargante y a ver si voy a acabar en divorcio en cuantito que vuelva del viaje.
No sería la primera.
Por otra parte, tendría que arreglar lo de la pensión de viudedad, el
permiso en caso de enfermedad del cónyuge, la declaración de la renta conjunta
y alguna que otra cosilla más.
Pero vamos, que todas las trabas que pueda tener la sologamia son
minucias al lado de poder tirarte en la cama a las cuatro de la tarde, bajo
este castigo del sol andaluz, despatarrarte a tus anchas, enchufarte el
ventilador y quedarte traspuesta hasta nuevo aviso. Lo que hay que inventarse
para que la dejen a una dormir la siesta.
Qué arte hija! Le has podío sacar punta hasta a la sologamia.
ResponderEliminarMuy ocurrente, jajaja.
ResponderEliminarMuchas gracias!! Esta entrada es algo menos cómica que las demás, pero me apetecía mucho rendir homenaje a mis primas de Marchena, a las siestas de agosto y a la gente partidaria de la sologamia. Muchos besitos.
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