viernes, 1 de noviembre de 2019

Hasta que la muerte nos separe





Durante los almuerzos familiares, se está convirtiendo en costumbre tratar temas peliagudos para evitar el aburrimiento y animar un poco el cotarro.

Agotadas ya cuestiones como la política, la religión y los métodos anticonceptivos de cada cual, a mi marido se le ocurrió la genial idea de iniciar una conversación sobre los pros y los contras del enterramiento frente a la incineración.

El abuelo, mientras trinchaba el pollo, manifestó rápidamente su deseo de que, llegado el momento, lo introdujéramos en el crematorio y arrojásemos sus cenicientos restos al mar. Explicó que lo suyo sería encender una gran candela para que los elementos terrenales pudieran liberar su alma y que esta volara hacia el cielo a través del chispeante chorro de fuego. Posteriormente, su morralla nadaría entre mojarras, caballas y camarones para toda la eternidad. Se le iluminaba el rostro al imaginarse su particular paraíso marinero.

Sin embargo, poco le duró al pobre la cara de felicidad.
La abuela, al escuchar sus pretensiones, montó en cólera más rápido que prende la pólvora.
-¡No dices más que paparruchas!- Retumbó en toda la sala.

La matriarca mostró un radical rechazo ante los deseos del abuelo. Ella había estado pagando la cuota del panteón familiar en la hermandad del pueblo durante años y eso no se iba a desperdiciar ahora por un romántico deseo de libertad a estas alturas de la vida.
El nicho estaba ya comprado: medidas de matrimonio para que los dos cupieran sin problemas de espacio, ataúdes gemelares, lápidas de mármol de Macael y letras góticas esculpidas a mano, bañadas en oro de veinticuatro quilates.

Lo tenía todo planeado, no había nada que pensar. Desde el año ochenta y ocho que llevaba abonando el recibo de la cofradía religiosamente para poder descansar en paz, junto a su marido en primer lugar, pero también junto a sus parientes difuntos tan recordados en estas fechas: la tía Pepa, la yaya Dolores, el bisabuelo Miguel y, hablando en plata, todos sus muertos.

El abuelo, ante tal plan, se atragantó con el pollo y hubo que realizarle la maniobra de Heimlich.

Mi cuñado, víctima del sobresalto, comenzó a comprimirle el abdomen al abuelo al ritmo del baile de la Macarena para desobstruir el conducto respiratorio. Tras cuatro empujones, el trozo salió despedido y fue a estamparse contra la frente de mi cuñada, que había estado contemplando la escena más callada que en misa.
Con el topetazo, pareció espabilarse y alzó su copa en señal de brindis.
-¡Por una familia unida!

Se empinó la copa de manera que, en un segundo, había vertido mágicamente el vino en su gaznate y se disponía a servir la siguiente ronda.
-Es que hoy no me he tomado las pastillas y puedo beber.- Aseguró sin ningún disimulo.

El abuelo, siguiendo el ejemplo de la que hoy no se había medicado, desatascaba su laringe con licor de orujo, más que nada por si el atragantamiento había causado alguna herida que hubiera que desinfectar.
-Pues si ese es el proyecto que hay para cuando yo me muera, me separo y punto. Que para lo que me queda en el convento, me cago dentro.

Mi hermano, que es maestro y coordina un proyecto de ecoescuelas en su colegio, en un intento de mediación familiar, se apresuró a afirmar:
-Hombre, no te pongas así que hay más opciones. Mira, el entierro ecológico está en boga. Es una opción muy moderna. Podemos encontrar desde las urnas bio, que llevan dentro una semillita de pino, hasta las vainas orgánicas, en las que se introduce el cuerpo del difunto en forma fetal para que, al cabo de los años y con los cuidados oportunos, se acabe convirtiendo en árbol. Podríamos realizar, antes de la inhumación, la deshidratación de tu cadáver y el de mamá en una máquina especializada para que descanséis los dos bajo un árbol en el jardín que hay junto al panteón de la cofradía. Sería una solución intermedia: naturaleza y hermandad, algo actual y tradicional a la vez.

El abuelo, que con la excusa de la asepsia de la garganta iba ya por el cuarto chupito de licor de hierbas, increpó a su vástago como poseído por el diablo:
-¿Que me vais a deshidratar el cadáver? ¡Ni muerto! Antes me voy a vivir con los jíbaros, les pido que me adopten y que me enseñen a reducir cabezas sólo por darme el gusto de volver a casa, reducirle la cocorota a tu madre y a todos vosotros, que muy difícil no tiene que ser. ¡Sinvergüenzas!

Mi marido, que es nombrar la palabra cabeza y sentirse aludido, se esmeró en arreglar el asunto mientras que la abuela fingía un desmayo junto a su nuera que, igual que el abuelo, estaba ya perdiendo la cuenta respecto a la botella que deambulaba de mano en mano.

-Suegro, por Dios, si es afán de libertad, lo que le vendría a usted mejor sería lo de la Torre del Silencio. Lo contaron el domingo pasado en Cuarto Milenio. Sí, sí, lo que yo le diga: una estructura circular, levantada y construida para facilitar la descarnación, es decir, para que los cadáveres sean expuestos a las aves de carroña que se los comen. Es algo muy respetuoso con los cuatro elementos de la naturaleza, muy innovador y muy libre.

-¡Y una mierda le voy a dar yo de comer mi cuerpo a los buitres! Si fuera a los atunes o incluso a los congrios, con lo feos que son… tendría un pase, pero a esos carroñeros, ni hablar. Prefiero que me devoréis vosotros, caníbales, parásitos. Toda la vida trabajando para esto. ¡Escoria!

Yo observaba la escena bastante atónita desde mi butacón, pensando en lo que se estaba perdiendo Buñuel y los que se encargaron de realizar el casting para El ángel exterminador.
Mientras tanto, la abuela había metido la mano en el bolso de mi cuñada buscando un ibuprofeno para el dolor de cabeza. Con el jaleo, había echado el guante a dos comprimidos de Diazepan que andaban sueltos y se los había suministrado acompañados por un par de chupitos de coñac del bueno.

El efecto no se hizo esperar:
-Yo tenía preparado un regalito para vosotros. Lo había escondido con el fin de dar la sorpresa durante la noche de Reyes, pero ya que os ponéis así, os lo voy a entregar ahora mismo, porque me va a dar algo con el tema de conversación que habéis sacado.

La abuela entró en la habitación de matrimonio postrándose inmediatamente en el suelo, a los pies de la cama, adoptando la postura decúbito prono. Con esta posición corporal, tan evidente signo de humildad, penitencia y súplica ante Dios, todos pensamos que habría apurado la botella que rulaba por la mesa y que estaría dedicándole una letanía ininteligible al Cristo titular de la hermandad de nuestro pueblo.

Había quedado literalmente rostro en tierra, cayendo al piso sobre las rodillas e inclinándose hacia adelante para apoyarse sobre las manos, o más bien sobre los antebrazos, tocando el suelo con la cabeza.

Encontrándose la abuela en tan lamentable estado, apesadumbrada por nuestros pecados e improperios, estiró el tronco y los brazos hacia adelante, deslizándose por el suelo como si se encontrase en una clase de yoga, emulando la postura del caracol, introduciendo la cabeza entera y parte del cuerpo bajo la cama de matrimonio.

Todos la contemplábamos desde nuestro particular asombro, pero como ella era tan devota, la verdad es que tampoco nos extrañó demasiado la religiosa situación.
Sin embargo, tras unos minutos murmurando retahílas entremezcladas con insultos y herejías inconexas, se incorporó súbitamente con algo blanco y pesado que acababa de extraer de debajo de la cama entre sus manos.

Parecía un lienzo sin pintar, pero cuando logramos enfocar la visión…
-Aquí tenéis. El mejor regalo que una madre puede hacerle a su marido y a sus hijos. Puro mármol con vuestros nombres incrustados en oro y la imagen de nuestro Cristo para que os acompañe siempre. La fecha de nacimiento ya la tenéis puesta. La otra…ya se verá. Una lápida preciosa, de categoría superior. Bajo nuestra cama de matrimonio, tengo guardada una para cada uno de los que aquí estamos. Y el nicho, reservado nominalmente en el panteón del pueblo. Todos juntos. Para que lo vayamos usando cuando haga falta. Un riñón y parte del otro que me ha costado el regalo.

Y, dirigiéndose al abuelo, continuó:
-Sólo te pido que no le entregues todos tus restos al mar. Déjame aunque sea una bolsita, para que me la pueda llevar conmigo al panteón de la familia. No te pido más: un cucurucho pequeño con tus cenizas. Es por no desperdiciar la sepultura junto a la mía, que ya está pagada. No me vayan a colocar a un desconocido al lado y tenga que pasar mi eternidad vete tú a saber con quién.

La narcótica pareja no pudo más que fundirse en un octogenario abrazo ante nuestros rostros desencajados.  

La cuñada volvió a alzar su copa por enésima vez:
-¡Un brindis por la familia unida y hasta que la muerte nos separe!

Yo no le quitaba ojo de encima a mi marido, pensando en la que se había liado por su dichosa intervención.
-Y…a todo esto, ¿tú que vas a querer: que te entierre o te incinere? Te lo digo por ir empezando ya con la faena.

Él me respondió con sorna:
-Yo quiero que me disequen. Tengo aquí la tarjeta de un taxidermista que me han dicho que es la caña. Vamos arriba, que te lo cuento todo.

-Sí, claro.- Contesté yo en tono cortante.- El convidado de piedra vas a ser tú. O, mejor la momia de Tutankamón. Pues que sepas que yo quiero unos funerales como los de la Mama Grande, un féretro con vueltas de púrpura, escapularios con mi fotografía, botellas y colillas, feria y fritanga…tampoco es mucho pedir. Y, a ser posible, que suene Paquito el chocolatero.

-Tan largo me lo fiais… Anda y ve subiendo las escaleras, que te voy a comentar brevemente lo que es el Carpe Diem.

-Yo sí que te voy a dar a ti una lección de Amor Ferus, por listo.