lunes, 21 de mayo de 2018

La Vida de Mel


La escritora madrileña Almudena Grandes presentó el verano pasado el texto de inicio del Concurso de Relatos Cortos “Café de Levante” de Cádiz. Se trataba de completar la historia que ella había comenzado, protagonizada por una enigmática mujer llamada Mel.
Teresa Torres (dueña del Café de Levante) y Javier Osuna  (Presidente del Jurado) me comunicaron la noticia:
El IV Concurso de Relatos Cortos «Historias del Café», convocado por el Café de Levante, ha concluido su veredicto con el siguiente resultado:
Primer Premio: Almudena Ocaña Arias
Segundo Premio: Mercedes Sáenz Blasco
El jurado, presidido por Javier Osuna y compuesto por Charo Ramos, Elsa Vinardell, Pepe Landi y Pedro Espinosa, ha valorado «Sus guiños literarios, mezclados con alusiones a Cádiz y por haber sabido construir un relato luminoso con el humor como vehículo narrativo».
Una gran alegría y todo un honor.
Aquí os dejo el texto. La parte en cursiva es la que escribió Almudena Grandes. La continuación es mía. Bueno, ya es vuestra y del Café de Levante. Os la regalo con todo mi cariño.
Mil gracias.

LA VIDA DE MEL
A primera vista, nadie habría dicho que era una mujer guapa.
Tampoco era muy alta pero lo parecía, porque sus piernas eran ligeramente más largas de lo que correspondía al tamaño de su tronco, tanto como sus brazos e igual de hermosas. Cuando llevaba menos de una semana trabajando en el bar, alguien la definió como una falsa delgada y aquella ocurrencia triunfó, porque explicaba los misteriosos contrastes de su cuerpo, la cintura breve y flexible de una adolescente, los pechos redondos, pesados y juveniles, las caderas anchas de una mujer madura sin un gramo de grasa de sobra. Eso, lo que podían ver, era todo lo que sabían de ella.
Se cruzaban apuestas sobre su edad, que los más optimistas situaban por debajo de los treinta y los más escépticos llevaban más allá de los cuarenta. También sobre su nombre, aunque ese abanico era más estrecho. La llamaban Mel, tal vez de Amelia, quizás de Melisa, aunque nadie podía descartar que hubiera escogido un diminutivo al azar con la única intención de despistar.
Nadie se interesó por ella hasta el tercer día en el que se encargó de atender las mesas. Hasta entonces ningún parroquiano le había prestado mucha atención. El pelo teñido de rubio, los ojos marrones, la nariz larga, la barbilla apuntada, una chica como tantas, se dijeron. Pero al día siguiente repararon en la gracia con la que se movía, una armonía íntima, secreta, que imprimía a sus movimientos un ritmo peculiar, como si bailara al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Y sin embargo no era simpática. Aunque trataba bien a los clientes, ahorraba palabras y sonreía lo justo, ni mucho ni poco, nunca del todo. Cuando sus labios se curvaban, detrás de unos dientes blancos, intachables, asomaba una sombra, la huella de un dolor pequeño y constante. Así intuyeron que aquella mujer había vivido de más, que cargaba con más peso del que parecían soportar sus hombros. Y Mel se convirtió en el asunto más importante de todos los días, pero si su jefa conocía su pasado, nunca lo traicionó.
-Es honrada, trabajadora… -María fijaba la vista en la bayeta con la que limpiaba el mostrador y siempre respondía igual a todas las preguntas-. Muy buena chica.
El único cliente que averiguó algo más nunca había hecho preguntas sobre Mel. Tampoco se pasaba la vida atornillado a la barra, aunque desayunaba en el bar todos los días, siempre con su compañero. Aquella mañana no había sido una excepción, pero media hora antes de que terminara su turno, Sánchez, que estaba delicado del estómago, vomitó en el pasillo de la comisaría, y cuando llegó el aviso ya se había marchado a casa.
Aquella familia numerosa, hacinada en un piso de sesenta metros en una barriada del extrarradio, llamaba a la policía varias veces a la semana, por los motivos más variados y el mismo imperturbable resultado. Cuando el coche patrulla acudía, los padres ya se habían reconciliado, los niños habían aparecido, los hermanos habían dejado de pegarse o el gato había vuelto a la cocina sano y salvo. El agente Román estuvo a punto de no ir, pero en el último momento decidió que le pillaba de camino, que no tenía hijos que cuidar ni una mujer que se enfadara si llegaba tarde a casa, y que no perdía nada por echar un vistazo.
La visita fue tan breve como de costumbre, pero tuvo una consecuencia inesperada. Porque cuando estaba bajando el último peldaño de la escalera, una mujer abrió el portal con su llave.
Era Mel, pero no lo parecía. Al agente Román le costó trabajo reconocerla en aquella joven de expresión animosa, dulce y triste al mismo tiempo.
……….

Mel y Román habían compartido instituto. La hostilidad adolescente les dejó a ambos varias cicatrices que pocos conocían. Sin embargo, habían sabido convertirse en sepulcros vivientes, arrastrando en silencio los muertos que de vez en cuando se translucían detrás de sus sonrisas.

Román cruzó el rellano y ella se adentró en la casapuerta.

Mel, aficionada al moscatel y a Fernando Quiñones, se había mudado a la calle Grazalema buscando el calor de la familia, esa que frecuentemente invocaba a la policía para que se le presentase.

Acababa de asistir al tercer entierro de su padre, alcohólico, cirrótico y diabético. El hombre había perdido ya tres pedazos de su cuerpo por culpa de amputaciones necesarias para sobrevivir. La gangrena se lo estaba comiendo vivo y la única manera que encontró de sobrellevarlo fue asistir a su propia sepultura tras cada despiece. 

El siquiatra dio el visto bueno al asunto, de manera que habían ido ya tres veces al cementerio para despedirse de la parte difunta de dentro  de la sepultura y acompañar en el sentimiento a la parte que se había quedado fuera.

Román resopló mientras señalaba el piso de arriba. Mel se encogió de hombros con resignación.

Para una chica del Cerro del Moro, no era fácil aguantar el tipo mientras explicaba que había faltado a clase por ir al entierro de su padre vivo; que prefería dormir en un nicho con sus primos antes que soportar el olor a putrefacto que impregnaba su casa; o que la policía estaba pensando alquilarse algo al lado para ahorrarse los viajes.

El día antes de Navidad, los chavales intercambiaron el amigo invisible. Allí hubo colonias, llaveros, fulares y monederos. Sin embargo, también hubo un metacrilato reversible: Carlos Díaz por delante y el jefe de la policía local por detrás. 

La foto del alcalde la habían cogido del Diario y la otra la había traído la sobrina del policía, que también estudiaba allí. Cuando Mel recibió su regalo, lo único que deseó fue que llegase pronto el cuarto sepelio de su padre para poder tirarse al boquete con el miembro que se estuviese enterrando en ese momento.

Un compañero le dijo que parecía que no era de Cádiz, que era muy delicada y que no entendía una broma. Otro dijo en plan fino: 

-Esta es miramel y no me toques.

Lo de miramel, pronunciado con un exagerado acento del norte, estuvo sembrado. Por los pasillos comenzaron a decirle: 

-Adiós, miramel y no me toques. 

Luego acortaron: 

-Adiós, miramel.

Y, de ahí, debutó en: 

-Adiós, Mel.

Mel y Román se encontraban cara a cara.

Román siempre había sido un buen chico. Había elegido letras y traducía por su cuenta. Cargado de esperanzas, escribía una y otra vez Fugato omni equitatu.

Mel le había pedido a Román su diccionario para utilizarlo en un control sorpresa. La había pillado desprevenida y con todo extraviado. Él, que sabía de sus circunstancias, se ofreció a ayudarla.

Ella accedió a estudiar en un bar tranquilo, sólo con un café y muchos papeles por delante. Era lo que había.

Seba, el dueño, los dejaba que pasaran la tarde por veinte duros. Las conversaciones que regalaba aquella mesa sobre La guerra de las Galias o La conjuración de Catilina bien valían lo poco que pagaban.

Los parroquianos del café, entre ellos cierto poeta y algún que otro artista de los que llevan pañuelo al cuello y van en bicicleta, guardaban silencio ante las indicaciones de métrica y rima, las opciones estilísticas, las interpretaciones de los poemas de Catulo o la terrible actualidad de la comedia de Aristófanes.

Seba le había echado el ojo a Román desde hacía ya tiempo. El muchacho estaba todavía por descubrirse y esquivaba las miradas literarias con algo de apuro. Mel se convirtió así en el pequeño secreter de Román.

Transcurrieron los exámenes y, sin embargo, la mesa continuaba ocupada cada martes y jueves a la hora del café.

Seba les doblaba la edad y la cultura. Contra todo pronóstico, las distancias generacionales quedaron saldadas con caminos de poemas y puentes de libros.

Ellos eran más de realismo mágico, de Borges o Cortázar.

Ella les llevaba la contra con historias orales de su barrio, que superaba con creces cualquier Macondo.  Cambió el café por el vino y, casi sin darse cuenta, Hortensia Romero se le metió en el cuerpo.

Seba y Román tejieron su historia de espaldas al mundo. Mel decidió plantar cara tras el último entierro de su padre, las miserias del hacinamiento familiar y las visitas policiales. Iba a ser algo transitorio, pero se alargó un poco.

Ambos se aproximaron acortando la distancia.

A Román le sobrevinieron los recuerdos: la juventud, la muerte de Seba, justo a los tres años de que terminara de enterrarse el padre de Mel, las horas de lectura en el café y el despropósito de sus vidas. Tendió la mano y al estrecharla notó la frialdad del disimulo.

-Yo ya no soy la que era, Román.

Román rememoró la mesa en la que solían sentarse y, parafraseando a Petronio en el principio de Amuleto, recitó:

-“Queríamos, pobres de nosotros, pedir auxilio, pero no había nadie para venir en nuestra ayuda”. Fueron las circunstancias, Mel.

Mel soltó una carcajada gaditana.

-De recuerdo de Hortensia, me queda una infección crónica en mis partes, una cistitis o una candidiasis, no se sabe muy bien lo que es. Por eso me muevo con tanta gracia por el bar. Pero seguro que la gente se cree que es por otra cosa. A la gente le gusta mucho el misterio.

Ella era experta en romper la magia del momento, no lo podía remediar.
Román sintió la sacudida de su descaro.

-Anda, Miramel, cualquier día te llevo el diccionario de latín para que repases.
-Todavía me acuerdo de los poemas a Lesbia.
-Vivamos, Lesbia mía y amemos, hagamos caso omiso a las habladurías de los ancianos en exceso escrupulosos.
-Y luego, el del pajarito.

Mel anduvo hacia la escalera mientras le dedicaba a Román el gesto del silencio, llevándose el dedo índice a los labios cerrados.

Ella sabía que, mientras durase el disimulo, lo único que podrían decir es que Mel era honrada, trabajadora… muy buena chica. Y punto en boca.

Almudena Grandes Hernández  y Almudena Ocaña Arias