Hace poco
acompañé a una amiga que estaba pasando una mala racha a un local como el que era
el Veinte en sus buenos tiempos. Todo
un clásico, liberal y moderno hasta decir basta.
Ella andaba algo
despechada porque su compañera la había dejado. Lo que le apetecía era despejarse
un poco, estar en su ambiente, pero no sola. Así que como yo perdí en el parto
la poca vergüenza que me quedaba, me ofrecí a ser su acompañante por una noche.
De este modo, si nos la encontrábamos, ella podría darle celos con “la nueva”.
Un pañuelo al
cuello puede denotar faranduleo, como en el caso de Pablo Alborán o Jesús
Quintero. También puede ocultar el chupetón que te hicieron la otra noche o
simplemente intentar arreglar una laringitis mal curada.
Lo que yo no
sabía era que en algunos locales como en el que estábamos existía igualmente un
código que utiliza los pañuelos como signos de comunicación. Por lo visto,
dependiendo del color que tenga el pañuelo y del lugar en el bolsillo o en el
cuerpo, indica por ejemplo si vas dispuesto a una masturbación, a una sesión de
sadomasoquismo, si eres vagón o vagoneta o si te pone la coprofilia.
Es algo como el
lenguaje decimonónico de los abanicos, pero con algunos matices. Su principal
función es comunicar a los demás tus preferencias eróticas sin tener que
hacerlo verbalmente.
La cuestión es
que yo esa noche llevaba un pañuelo al cuello por cuestiones personales que no
vienen al caso, pero mi amiga no me había comentado nada de todo lo que esto
podía acarrear. La noche prometía, pero de verdad.
Al rato de
pulular por allí, después de algún cubata que otro y rozamientos casuales por
doquier, medio que me acorrala en la barra una muchacha y comienza a susurrarme
algo que no entendía pronunciado en una lengua ebria. Después de mesarme los
cabellos y ponerse a jugar con el pico de mi pañuelo, yo traduzco que lo que
quería era interesarse por mi cuello o el pañuelo o no sé muy bien qué, pero
tenía que ver con la zona.
Total, que, al
crecer el interés de la chica tras varias evasivas mías, cedo en contarle por qué
llevo puesto un pañuelo esa noche alrededor del cuello.
Durante este año
me han brotado varias verrugas en el cuello. Verrugas pequeñas, sin
importancia, pero que me estaban dando la lata porque se me estaban poniendo de
punta y parecían incipientes caracolillos a punto de echar a andar.
Pedí cita en el
dermatólogo para consultarle el tema de quitármelas, pero iba a tardar
muchísimo en atenderme.
Iba a llegar el
verano y a estar yo con el cuello adornado con una ristra de verrugas como si
fuera la bruja de Blancanieves. Así que comencé a buscar información en páginas
sobre medicina natural y remedios caseros, intentando encontrar una solución
alternativa a la tardanza del dermatólogo.
De esta manera,
encontré un remedio que consistía en untarte un diente de ajo en la verruga
durante una o dos semanas hasta que esta se secase y se cayese sola. Me decidí
y comencé el tratamiento, pero al ver que así y todo iba a tardar mucho, decidí
en lugar de frotarme el ajo, dormir toda la noche con una rebanada de ajo
pegada con cinta adhesiva al cuello. Bueno, una por cada verruga.
Al principio
picaba un poco, pero como para presumir hay que sufrir, yo aguantaba el tirón
cada noche observando cómo se iba enrojeciendo la zona afectada y mi pareja se
mostraba algo distante conmigo. Se supone que a los cuatro o cinco días ya
estaría el problema solucionado, sin embargo, la piel lacerada comenzó a
sangrarme y a infectarse un poco. Así que, al tratamiento del ajo, uní el del Betadine
para curarme las heridas que se me habían formado con el ácido del ajo.
Las verrugas se
fueron desprendiendo solas, pero la piel de alrededor también. Como así no
podía salir a la calle, me comencé a colocar una tirita transparente para tapar
las llagas y que la gente no se creyese que me había caído aceite hirviendo por
encima o que un vándalo había intentado estrangularme para robarme, violarme y
a saber cuántas cosas más.
Lo que ocurrió fue
que las tiritas que tenía en casa eran de las fuertes, de las resistentes al
agua y, al arrancármelas, me hice todavía más daño del que tenía ya hecho,
desgajando una tercera circunferencia de pellejo que creaba un efecto leproso
que tiraba para atrás.
-Tras toda esta explicación, comprenderás ya
por qué vengo con un pañuelo en el cuello.
Ella se sonrió.
Me miró con algo de complicidad y mucho de incredulidad. Me preguntó si yo era
versátil. Yo le contesté que sí, que yo desde pequeña había sido siempre un
montón de versátil.
Me zampó un muerdo que tardé dos páginas webs de historia
gay en entender.
Y, cuando lo entendí, me encantó.