miércoles, 28 de junio de 2023

El plátano que predecía la muerte





Discurso de ingreso en la Academia Estúpida de las Artes y las Letras.

Queridos desconocidos, carne de miembrillos de la lustre Academia Estúpida de las Artes y las Letras:

Me gustaría rendirles un saludo de ingreso hospitalario en esta congregación que nos acoge cálida y fraternalmente desde su gloriosa estulticia.

Tuve la suerte de crecer junto a un pedículo que me acompañó a lo largo y ancho de mi más tierna infancia. Lo amaestré, lo amortigüé, lo abrigué y hasta lo amamanté. Todo era coser y saltar hasta que mi madre se percató de su presencia y lo decapitó delante de mis impropios ojos. Posteriormente, exterminó una a una sus incipientes liendres ante mi atónita mirada.  Ya nada volvió a ser igual.

Este ignominioso episodio despertó mi curiosidad por la taxidermia y la antropoagonía, hundiéndome sin más vituperio en las labores que me adjudicaba el colegio de gran desprestigio al que acudía y la gimnasia arrítmica que me obligaban a practicar. Me convertí en una niña hipervíncula y ridícula, ácrata, ágrafa y alondra. Mi contorno familiar tampoco es que favoreciera mucho, así que ahí comenzó todo.

Para consolarme tras la cruel pérdida de mi ectoparásito capilar, construí una ouija con el objetivo de invocar a los espíritus de la fruta que fenecía sin que nadie la hubiese ingerido. Leí un libreto de parapsicología y, por ciencia difusa, cual médium de medio pelo, contactaba cada noche con el ánima de toronjas enmohecidas, ciruelas pochas, bananas fermentadas, manzanas podridas, uvas putrefactas y aguacates pisoteados. De higos a peras, también se manifestaba alguna que otra pieza confitada que intentaba abducirme dulcemente bajo el pretexto de comprobar mis dotes paranormales, anormales y subnormales. Sus agrios lamentos me atormentaban apedreando mi mente con profundidad y alevosía, usando hediondos mensajes extraídos del programa de hábitos de vida saludable: “Sé como la fruta, bella por fuera, saludable por dentro”, “Una manzana al día, mantiene al médico en la lejanía”, “Zumo de limón, zumo de bendición”…

Llegada la hora de acostarse, una recomendación en especial repicaba despiadada en mi cabeza: “La fruta por la mañana es oro, por la tarde plata y por la noche mata”. La frase redoblaba en mis sienes como un trantra: “La fruta por la mañana es oro, por la tarde plata y por la noche mata”, “Por la mañana es oro, por la tarde plata y por la noche mata”… Cada palabra retumbaba sobre las paredes de mi casa endosada y volvía como un boomerang que me mortificaba.

Horrorizada por el noctámbulo ensañamiento del saludable eslogan, yo, que siempre he sido más astuta que las gallinas, me rebelé ante las infructuosas voces del más allá e ideé un juego asesino con el fin de liberarme del tormento. Una tarde cualquiera, acudí a la plaza de abastos. Escuché pregones y monsergas, inhalé el hedor de cada puesto, palpé el género con fruición, di tres vueltas sobre mí misma como la Tierra en rotación y entré en trance. Convulsioné siete veces y, justo antes de desplomarme, me aferré a un plátano que sobresalía del expositor. Ese plátano me himnotizó, me idiotizó, me auxilió y exiguamente me salvó la vida.

Desde aquel día, yo acudía al mercado plátano en ristre cual escopeta recortable, con el rictus acompasado, segura de mi vengativo efecto para con las lamentaciones frutales. A las cinco de la tarde comenzaba el lúgubre juego de “el plátano que predecía la muerte”.

Me acomodaba en cualquier rincón oscuro frente a la sección de frutería, lanzaba el plátano por los aires siete veces seguidas aguantando la respiración y, a la que hacía ocho, lo dejaba caer violentamente al suelo, observando la dirección hacia la que apuntaba el pedúnculo. Acto seguido, el frutero asía la papaya o el mango, la cereza o la fresa a la que había señalado, víctima de la ruleta rusa de nuestro juego infernal, y la arrojaba con fuerza al cubo de la basura. Cada tarde, mi Kevin (que así se llamaba el plátano) y yo enviábamos al vertedero alrededor de diez honorables, saludables y benéficos elementos.

Paulatinamente, las mohosas apariciones nocturnas fueron desapareciendo. Kevin se volvió incorrupto y me acompañó a predecir la muerte a deshora durante tres años. Ni qué decir tiene que esto siempre fue un tema vudú en mi familia del que no se podía ni hablar y que he mantenido en secreto hasta el día de hoy.

Todo terminó una de nuestras jornadas en la que yo presentaba un cuadro febril debido a la gripe aviar que padecía por haber ingerido carne truculenta escasamente guisada. Esta vez, tras sostener el aliento y contar a la de ocho, me desmayé. El plátano que predecía la muerte, en lugar de apuntar hacia el monte de guayabas, dirigió su vértice mortal hacia el frutero. El hombre pisó una breva, se resbaló de mala manera,  metió con toda la frente sobre el quicio del mostrador de mármol, acaloradamente blandió el cuchillo de partir lechugas que sobresalía del expositor, con vehemencia y gran ardor se precipitó entre los estantes de mandarinas confitadas. El suelo almibarado actuó de lubricante fatal que propició que volviera a patinar, golpeándose una vez más la cabeza contra el rodapié. Con tal estrépito, el cuchillo de partir lechugas, sin saber ni cómo ni por qué, volteó su posición, infiriendo una terrible puñalada a corazón abierto que segó la vida del frutero en un segundo.

Cuando volví en mí, la gente, en estado de shock, murmuraba que el frutero se había hecho el daikiri, pero Kevin y yo sabíamos que habíamos sido nosotros. A los testigos inoculares nos solicitaron la huella genital para tenernos fichados y yo oculté el plátano en mi mesita de noche hasta que amainara el temporal. Nunca más lo he vuelto a sacar.

Hasta aquí la tarada historia de mi estulta vida, que espero que parezca inválida para mi pertenencia a esta nuestra Academia Estúpida de las Artes y las Letras, ya que siento haber dado con la norma de mi zapato.

Me despido del que lea este discurso enviando mecedoras como homenaje al gran Chicharro:

Sigo enviándote mecedoras,

cuídalas, límpialas, pómpalas,

góndolas, lámparas, ordéñalas,

albérgalas en tu pecho

que el sultán viejo lo dice:

si el refrán mata a la rata

pon tu casa enjabelgada

que a decir viene lo mismo.


Moraleja: Nunca es tarde si la picha es buena.

Para este y otros temas incandescentes, pueden contactar conmigo telepáticamente o a través de mi correo electrónico.

Desgracias por su atención.

https://academiaestupida.com/almudena-ocana-arias


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